lunes, 17 de noviembre de 2014

Vamp


Llevaba meses buscando. Necesitaba toparme con él o cualquier otro habitante de la noche que interrumpiera mi letargo. No importaba lo que pasara, con tal que pasara algo, pues era el tedio endemoniado lo que me arrojaba bajo las estrellas o los puentes, entre las vías, al fondo de las callejas más obscuras esperando recuperar mi capacidad de asombro.
Hacía tiempo que no me acosaban dioses o demonios, destinos preconcebidos o la maldita suerte. Ya no creía en nada, ni siquiera en el vicio y la perversión humana, que al paso de tantas lunas no había podido rozarme. Nada parecía real, sino sólo el dolor, el placer y la muerte.
Recuerdo cuando era niña y vivía en completo asombro. Todo me sorprendía y en mis entrañas crecía un campo de flores, lleno de abejas y mariposas que revoloteaban sin cesar. No pude reconocer el momento en que se apagó aquel sol que brillaba nítido sobre mi rostro, el instante en que se desvaneció de mi alma el placer inocente de vivir.
Comenzaba a llover. Siempre me ha gustado la lluvia cuando se desliza como una jauría de dedos sobre mi cuerpo, pero era demasiado el frío y preferí regresar. Justo cuando iba a dar vuelta miré su figura hipnótica, delgada y larga bajo el umbral de una hostería abandonada.
Contuve el aliento un instante y me dispuse a observar con mayor detenimiento. Vestía de negro. El cabello enmarañado como la noche, le llegaba a los hombros y sus dedos pálidos acariciaban el rostro de un muchacho rubio de rasgos feminoides. Sus respiraciones se notaban agitadas.
Él sostuvo al joven por el cuello y comenzó a besarlo con una pasión extraordinaria. El muchacho rubio empezó a gemir y mecerse fuertemente contra él.
Una chispa se encendió en mis ojos mientras me ocultaba en la penumbra y él pareció cacharla en sus pupilas. Soltó el cuello del muchacho, que se desplomó como si no hubiera mas vida en el cuerpo que se estremecía hace unos segundos y se pasó un dedo por los labios. Caminé hacia él. Sus ojos me gritaban “huye” pero mi cuerpo se movía por inercia. Me abrazó y susurró sobre mi oído “voy a hacerte daño, lo odio, pero no puedo evitarlo.”
Acarició suavemente mi cuello, colaba sus dedos entre mis cabellos. Era obvio que se tentaba al dolor, pero siempre al final, cedía ante el impulso voraz.
Yo estaba dispuesta. Bastó un instante para saber que ese encuentro era todo lo que necesitaba, tanto el fin como el inicio de mi vida. Me enamoré de su danza sombría, de su rostro apagado por la muerte y la repulsión que sentía por sí mismo. En sus ojos se me revelaron dos eclipses y en sus labios la sangre de la presa.
Me sostuvo de la nuca y me levantó del piso como si no le costara ningún trabajo, todo mi cuerpo trepidaba, yo no tenía voluntad sobre él, mordió mi cuello y succionó el jugo de vida hasta la última gota, luego arrojó mi cuerpo al piso sobre un charco y continuó su camino entre tinieblas.
La muerte es el camino hacia el asombro.

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