Hoy Halloween,
amanecí sin miedo a la muerte, pues ya estaba muerta.
Mi cuerpo zombie caminó por las calles de Cuernavaca. Al
mirar el espesor del tránsito, los
niños y sus padres hacinándose en las puertas de una escuela, los sesos
restantes comprendieron que eran las nueve en punto y el cuerpo inanimado corrió
Cuauhtemóc de bajada hasta la Vecindad, pues iba tarde para el ensayo de Coro. Subió
desbocado las escaleras, robó un sorbo de café a Omar, saludó a Vero, ocupó su
lugar, abrió las partituras del Requiem de Fauré, cantó, mientras mi fantasma
se deslizaba tranquilo, reuniéndose con el cuerpo unos minutos más tarde. Incapaz
de ascender a los cielos o refundirse en
los infiernos del todo, decidió vagar por los alrededores del salón, jugando
bromas pesadas a quien pudiera. Algo harta de
este mundo, me recosté sobre el clavi (quizás
causando un malévolo cluster de órgano eléctrico) en espera del auténtico sueño
eterno, pero no habían señales de divinidad. Sentí algo extraño al concluir “In
paradisum” y no tenía que ver con los desfases de ritmo. Fue un encuentro: Mi cuerpo
y mi alma se miraron de lejos con el trágico dulzor de la despedida. El ánima turbia
comenzó a disolverse y justo antes de abandonar por siempre este espacio y enfrentar
su juicio, le fue negado el descanso eterno:
Hay que volver a la Tierra,
ya falta poco para el día de muertos.
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