jueves, 23 de octubre de 2008

La mariposa dorada


-El señor es mi pastor, nada me falta; en verdes prados él me hace reposar y a donde brota agua fresca me conduce… -Decía entre dientes mientras miraba caer sus cabellos como fragmentos del alma. Un río de lágrimas tas otro, surcaba la palidez de su rostro, como si la humedad supiera el destino de aquellos lacrimales y huyese despavorida.

La silla que sostenía su cuerpo dolorido se mecía gimiente con cada tirón, así Sofía ahogaba el quejido y continuaba sus rezos. No había gentileza en las navajas que desproveían de su follaje al árbol más bello, pero era sólo el paso anterior a la tala. A donde se dirigía, no tenía valor la cabellera.

Desde la infancia sintió terror de las flamas infernales, su corazón se estremecía ante la idea del suplicio eterno y mantuvo su corazón cerca de la iglesia por no cederlo a las tentaciones.

A los catorce años fue casada con el Duque de Mendoza, un hombre religioso de gran fortuna, que murió al poco tiempo. Convencida de consagrar a Dios el resto de sus días, la viuda buscó asilo en un convento, sin embargo, su estancia en el claustro se vio interrumpida por la vanidad, que al momento de tomar el hábito no le permitió cortar su hermosa cabellera castaña, forzándola a entregarse a Dios de manera distinta.

-… Fortalece mi alma, por el camino del bueno me dirige por amor de su Nombre. Aunque pase por oscuras quebradas, no temo ningún mal, porque tú estás conmigo, tu bastón y tu vara me protegen…

Un par de brazos robustos la levantaron y la empujaron a la calle. Su mirada, perdida en el cielo, no se posaba en los rostros de esos demonios, de aquellos que ensuciaban la blancura de su vestido con verduras putrefactas, con lodo y guijarros, con el morbo que escupían sus ojos y el veneno de sus lenguas.

A partir del incidente en convento, convidaba generosos donativos a la parroquia de la región y se propuso catequizar a sus propios esclavos. La conciencia reposaba tranquila en su labor, pero todo cambió una noche veraniega en que el calor arrebataba el sueño y la luna resplandecía sobre los plantíos. Sofía salió descalza a mirarla de cerca. Se internó en el sembradío como presa de un hechizo, cuando un sonido presuroso la despertó del encanto: Una víbora surgió de entre la maleza. La duquesa quedó helada, hasta que un hombre de piel cobriza apareció tras ella y diciendo un par de palabras extrañas, convirtió al reptil en ratón.

“Lo dejaremos ir y otra culebra se encargará de él.”

Sofía no sabía qué le causaba más espanto, si el hombre, la magia o la serpiente, pero montada en su papel de catequista comenzó a hablarle de un Dios que lo ve todo, del verbo encarnado. Una brisa ligera estremeció su piel, notó sus pezones erguidos como puntas de lanza y sintió vergüenza. El indio la sujetó entre sus manos, respondiendo con el discurso de un hombre tocado por los Dioses, que deseaba, más allá de la vida y la muerte, devorar la flor de sus pechos, encender un averno bajo sus faldas y encarnarse en su piel. La joven no pudo apelar a sus reservas y se dejó tirar sobre la maleza, enredándolo entre besos, brazos y cabellos, para no hablar más de Dios con él, sino sentirlo en la saciedad y el consuelo infinito.

- Me sirves la mesa frente a mis adversarios, con aceite perfumas mi cabeza y rellenas mi copa. Me acompaña tu bondad y tu favor mientras dura mi vida…

Al ver la leña verde dispuesta a la pira, su cuerpo no pudo mantenerse en pie. Algunas personas en derredor aprovecharon para patearla, pero los mismos brazos robustos la arrastraron hasta el centro de los leños y la amarraron a una viga.

- Confiesa tus pecados o te quemarás por siempre en el infierno. – Exigió por última vez el sacerdote. - Confiesa, o morirás en cuerpo y alma.

Sofía cerró los ojos aceptando la voluntad de Dios, ya no necesitaba comprender la razón de su martirio.

Aquella noche de verano, el calor robó el sueño a alguien más. Un indio que fungía como sacristán en la parroquia, atestiguó la escena y la contó al sacerdote. El padre le hizo muchas preguntas:

“¿Dónde ha sido?... ¿Una serpiente?... ¿Cómo saber cual de los dos realizó el hechizo?...”

Así que se dispuso la Inquisición Española para juzgar a la duquesa de Mendoza, confiscar todos sus bienes al encontrarla culpable de brujería y quemarla en leña verde.

Sofía pensaba: “Temí tanto a las llamas que mi destino es arder, arder.”

Aún no encendían la pira cuando encontró los ojos de su amante entre la multitud, los vio tan claros y serenos que pudo adivinar sus intenciones. Llevó una mano al pecho en señal de agradecimiento, sus lacrimales se secaron y toda ella se volvió ofrenda.

- Mi mansión será la casa del Señor por largo, largo tiempo.

Cuando la antorcha inflamó el primer leño, el hechicero mencionó dos palabras en un dialecto extraño y la transformó en una mariposa dorada, tan radiante como el sol, que en un solo aleteo deslumbró a la muchedumbre obligándola a desviar la mirada; pero para su sorpresa, la mariposa no alzó el vuelo, sino se dejó caer sobre la lumbre. Con los ojos doloridos, la gente la miró arder hasta que se apagó su brillo.

viernes, 3 de octubre de 2008

Otilia


La neblina descendía como cascada engullendo los picos de los cerros. La mandarina celeste se asomaba sin rozar aún los maizales y Otilia ya bajaba de la negrura para desenterrar la maleza.

Las manos ajadas se le partían con el frío, pero sus dedos-yerba mala anhelaban sembrarse en la tierra que era oscura como el rostro de su madre, que era dulce y sabia, savia en el flujo de sus venas.

Cuando la luz tocaba la siembra, los maizales se estremecían, como lo hacía Otilia cuando el silbido de un céfiro tibio se colaba entre sus ropas y acariciaba sus pezones.

¡Ah!, cómo gozaba los baños de luz. Hacía mucho había dejado el sombrero y vivía cubierta de sol y callosidades.

Su marido, quien pasó a ser abono de la parcela, encontraba el cielo y el infierno entre el agua de lluvia y la gusana ciega. Gracias a él conoció la forma de contrarrestar la mezquindad de los hombres y las dádivas del suelo. Desde su muerte tomó al maíz como amante, humedeciéndose a su contacto en la calidez del medio día.

Una tarde llegaron un par de cuervos hermanos suyos a merodear el paraíso, no del tipo de los alados, sino una especie distinta, que no se asustaba con espantapájaros. Habían perdido sus tierras en el juego y el alcohol y ahora querían tomar la de su hermana. Otilia los recibió con machete en mano y los villanos huyeron en su cobardía, pero cuando el maizal dormía arrullado por los grillos, retornaron con antorchas y lo hicieron arder.

Otilia bajó como cada mañana y su corazón se desgarró al ver sus amores convertidos en ceniza. Se comió el grano achicharrado de una mazorca y se tiró a llorar sobre la tierra.

Lloró y lloró hasta hacer un estanque y ver crecer sus renacuajos. Lloró, hasta notar que con cada jornada su vientre crecía. Lloró hasta morir de llanto y ser abrazada por la tierra.
Nueve meses después, su vientre se abrió en flor, pariendo un maizal entero.