viernes, 3 de octubre de 2008

Otilia


La neblina descendía como cascada engullendo los picos de los cerros. La mandarina celeste se asomaba sin rozar aún los maizales y Otilia ya bajaba de la negrura para desenterrar la maleza.

Las manos ajadas se le partían con el frío, pero sus dedos-yerba mala anhelaban sembrarse en la tierra que era oscura como el rostro de su madre, que era dulce y sabia, savia en el flujo de sus venas.

Cuando la luz tocaba la siembra, los maizales se estremecían, como lo hacía Otilia cuando el silbido de un céfiro tibio se colaba entre sus ropas y acariciaba sus pezones.

¡Ah!, cómo gozaba los baños de luz. Hacía mucho había dejado el sombrero y vivía cubierta de sol y callosidades.

Su marido, quien pasó a ser abono de la parcela, encontraba el cielo y el infierno entre el agua de lluvia y la gusana ciega. Gracias a él conoció la forma de contrarrestar la mezquindad de los hombres y las dádivas del suelo. Desde su muerte tomó al maíz como amante, humedeciéndose a su contacto en la calidez del medio día.

Una tarde llegaron un par de cuervos hermanos suyos a merodear el paraíso, no del tipo de los alados, sino una especie distinta, que no se asustaba con espantapájaros. Habían perdido sus tierras en el juego y el alcohol y ahora querían tomar la de su hermana. Otilia los recibió con machete en mano y los villanos huyeron en su cobardía, pero cuando el maizal dormía arrullado por los grillos, retornaron con antorchas y lo hicieron arder.

Otilia bajó como cada mañana y su corazón se desgarró al ver sus amores convertidos en ceniza. Se comió el grano achicharrado de una mazorca y se tiró a llorar sobre la tierra.

Lloró y lloró hasta hacer un estanque y ver crecer sus renacuajos. Lloró, hasta notar que con cada jornada su vientre crecía. Lloró hasta morir de llanto y ser abrazada por la tierra.
Nueve meses después, su vientre se abrió en flor, pariendo un maizal entero.

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