viernes, 20 de junio de 2008

Jason


Salí de la casona del terror con una pizca de malicia en los labios, la urgencia de jugar a lo fortuito, lo inesperado.


Jason nos perseguía con el machete hacia el fin del recorrido y no pude contener el impulso de mandarle un beso. Él izó el arma un par de veces y cuando la mayoría de los incautos habían huido despavoridos, sin quitarse la máscara lo devolvió.


Es sorprendente la emoción que produce un hombre enmascarado, la imagen imperecedera y sensual del monstruo galante. Cuando estaba apunto de irme salió bajo la puerta una nota –casi carta de amor- escrita con sangre artificial.


Mis amigas se reían sin parar, yo también reía, pero en el fondo me habitaba una agitación insólita, curiosidad acechante.


El hombre tras la máscara, fácilmente podía ser un horror, un segundo monstruo; del mismo modo podía ser un futuro galán de cine (¿por qué no? si Brad Pitt fue botarga de Pollo Loco), pero toda suposición perdía significado a mis adentros: era él,

totalmente anónimo, quien deslizó la carta sangrienta bajo la puerta y me invitaba a reunirnos a la hora de su descanso.


Miré el reloj y aún faltaba mucho tiempo. Era demasiada la ansiedad como para merodear una puerta un par de horas. Mis amigas estaban desesperadas de pensar que se perderían el resto de las atracciones, así que nos separamos y quedamos de encontrarnos a un lado de la casona, poco después del famoso descanso.


Jason salió persiguiendo al siguiente grupo de aterrados. Quedó solo agitando el machete de arriba abajo y le grité “voy a entrar de nuevo”, en ese momento se levantó la careta y me tronó un beso con sus propios labios. A decir verdad, no pude verlo bien, pero no me importó. Compré mi boleto y me metí de nuevo.


Me tocó al final de la fila, temblé de Freddy Krueger al Exorsista y cuando él comenzó a perseguirnos, corrí hacia un lado y permanecí dentro, se cerró la puerta y quedé sola en la oscuridad, nerviosa, muerta de miedo. Luego regresó Jason y me apoyó contra la pared, en el ardor de un beso monstruosamente apasionado. Escuchamos gritos cercanos, él se bajó la careta, tomo el arma y persiguió al siguiente grupo, en el que me vi envuelta y me empujó a la salida.


Mi corazón latía fuerte como el de todos, pero a diferencia de los demás, en mi rostro brillaba una sonrisa.


Nos encontramos después a la hora del descanso. Él era guapo, pero me costó reconocerlo sin la máscara. Nos besamos largo rato, me dijo cosas como su nombre y su edad, pero nada de él quedó en mi mente. Por siempre será sólo Jason.

viernes, 6 de junio de 2008

Las Cataratas



“¡Ciego, profundo, infatigable corres,


Como el torrente oscuro de los siglos


En insondable eternidad...!


¡Al hombreHuyen así las ilusiones gratas,


Los florecientes días,Y despierta al dolor...!


¡Ay! agostadaYace mi juventud; mi faz, marchita;


Y la profunda pena que me agita


Ruga mi frente, de dolor nublada.”



Niágara, José María Heredia



Bebimos del agua de las cataratas porque queríamos vivir siempre juntos, pero no sólo juntos sino “siempre”.

Veo hacia atrás como quien ve la preparación de una tumba. He cavado a cada paso la fosa que hoy devora mis andares. Seca, como una roca, del corazón a la frente, cedo mis últimos instantes al torrente de arena que halla placer en sofocarme.

Me he mirado al espejo y no pude adivinar en la comisura de mis rasgos apolillados el hambre de ola, las caderas de palma, los pechos alcatraces o el olor a naranjo que fuera (si es que fui joven) alguna vez. Él tampoco los encuentra, por más que cierre los ojos e imagine, por más que finja cegarse ante mi ocaso.

A veces mira mis ojos y se enamora de quien fui, de quien pude ser; otras sólo me compadece, se ata a mí en la pena y lucha por no enajenarse en los aromas cítricos que lo circundan.

Inagotable y fértil surca con su planta mis sollozos. Ligero y bello como niño, él es todo lo que quiero.

Falta poco para que nuestros lazos sean quebrantados, para que mis hilos de luna se disipen y otra cabellera de lino desfallezca sobre el frío de mi almohada; me oxido en esa posibilidad.

Él toma mi mano, susurra a mi oído “Ten fe…” y yo le repito que estuve ahí hace casi cien años, con la piel salpicada por la brisa, con la visión de un futuro ilimitado y en un salto de “fe” caí al precipicio.

Fui ambiciosa, creyente, crédula, por eso lo arrastré sobre la faz de la Tierra y no paré hasta encontrarlas. Cuando por fin estuve frente a ellas, me estremecí emocionada, me hinqué reverente. Las aguas parecían brotar de un cielo lacrimoso con una fuerza perturbadora. Tardamos un momento en abalanzarnos sedientos, pero antes de que pudiéramos probar el agua se interpuso la custodia. Si tan sólo hubiera temido sus palabras…

Siento las horas romper contra mi pecho, me hierve el rostro esmerilado, opaco, tiritan las astillas que tengo por huesos.

Tirada en cama no degusto más de los placeres amatorios, sólo me tiendo vacilante sobre el hilo de la parca: Me voy pero no, me aferro con los dientes, con las uñas; no quiero irme por no dejarlo ir.

¡Ay!, ¡cuánta esperanza destilaban las ilusiones de juventud!, tórrida pasión navegaba mis afluentes. Aún conociendo mi maldición –nada distinta a la de cualquier humano-, gocé en flor varios años que hoy flotan como espuma a la luz de mis recuerdos.

Extrañaré, si se extraña en el satín de los féretros, el vaho de su respiración agitada, la punzada que provoca su penetración profunda, el sabor de sus fuentes y sus estanques, el roce de sus dedos-pájaros revoloteando en mi seno, entre mis senos agotados, mamados por el tiempo.

“No a todos produce el mismo efecto: hay que tener corazón de niño para ser joven eternamente.”

Yo lo supe en el fondo, pero queriendo truquear al destino apuré el elíxir de todos modos. Mi corazón era viejo, tantas veces despostillado y desde entonces comencé a demostrarlo.

No lo notamos primero, me arrulló el engaño, creí haber logrado mi cometido. Poco a poco se oscurecieron mis ojos y sólo en fotos antiguas se marcaban diferencias; luego nacieron las canas que cubrieron mi cabello como escarcha, casi rítmicas brotaron escamas y rugosidades en mi carne, el porte regio se encogió en arcoíris, mi alma mutó de felino salvaje a canario enjaulado y lentamente me volví decrépita.

Al principio nos llamamos hermanos, después madre e hijo, ahora deambula con su abuela en brazos: abuela, madre, hermana-amante, suya siempre, todas las estaciones.

No quiero dejarme ir, pero siento una parvada de buitres devorando mis entrañas. No quiero liberarlo, pues sé que una joven, corazón de niña, ya espera mi muerte al borde de las cataratas.