jueves, 30 de enero de 2014

Aves migratorias


A mi querido pirata...

Sentada en las raíces del sauce que se erguía al borde del abismo, cansada de volar, apoyó su espalda desnuda sobre el tronco. Su piel tenía aroma a canela y miel, era nívea, tatuada de distancias. El sauce se estremeció a su tacto, dejando caer algunas hojas.
Su voz encontraba remanso en una canción difuminada en un recuerdo de infancia que nunca sucedió.
A sus espaldas, desaparecía el rubor celeste entre montañas. 
Le encantaría tener raíces -pensó- un lugar al cual volver, pero sus pies estaban despegados de la tierra por un par de centímetros y por más que los regara cada día, jamás arraigaban.
Sus antepasados fueron nómadas también, y aunque no podía evitar moverse del monte a la llanura, de la selva a la sabana, luchaba por sembrar y probar el fruto alguna vez.
Pronto se iría de nuevo.
La desaparición paulatina del azul celeste le recordó esos ojos, aquel encuentro en el faro distante y desolado donde el búho lloraba y el mar ebrio rompía en la penumbra.
Ella temblaba maravillada. Nunca había saboreado la sal transpirada por el cuerpo del marino, jamás se había sentido atravesada por el golpe de un latido al fundirse con el suyo. Lo miraba hechicero, indescifrable. Tan sólo fantaseaba con echar sus extremidades sobre él y dejarlas crecer como enredaderas.
Quien viera la luna de esa manera debiera llamarse loco. Sus ojos perdidos sobre el dragón de plata no parpadeaban. El bello lunático de sal y de fulgores contemplaba hirviendo en deseo las fauces de la noche.
Él sólo pensaba en no encallar, seguir navegando por el nudo del mundo, aunque ella lo encantaba con sus canciones a medio aprender, con sus rizos volando como gaviotas portadoras de algún presagio; le espantaba porque tenía los ojos verdes de tanto follaje. La quería tanto, pero temía hundirse en su cuerpo y prefería huir, dejarse arrastrar por un huracán desconocido y disiparse mar adentro.
No sabía estar quieto (las olas se van siempre a alguna parte). No sería capitán del Holandés errante, pero le parecía poca maldición surcar los mares por cientos de años sin tocar el puerto. Su sangre tenía algo de timón, mástil y vela.
Ella buscaba su mirada, deseaba pinchar el ojo que lo hipnotizaba para cegar a la noche de una vez por todas y dormir un instante entre sus brazos.
Él sentía miedo de perderse en ella, ella de perderlo. La diferencia entre los dos es que él nunca quiso ser lo que no era.
Ella acarició su rostro mientras él desgarraba el silencio con la voz firme: “Somos aves migratorias” y ella entendió perfectamente, no sin sentir profunda tristeza, pues aunque irse todo el tiempo estaba en su naturaleza, no conocía el desapego. Mientras volaba al norte, extrañaba el sabor especiado de los aires del sur.
Comenzaban a desvanecerse los contornos de la memoria. Se puso en pié y miró hacia atrás por última vez.
Él repitió en voz muy baja “somos aves migratorias” y se fue, dejando cenizas en su pecho; luego ella se fue también, no sin intentar aferrarse a su recuerdo.









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