jueves, 30 de enero de 2014

Cruce


Hoy venía con mis abuelos en el carro. Iba a darles un aventón al súper mercado y como siempre, venía un poco distraída, escuchando la radio mientras ellos discutían sobre cosas del mandado: “No por favor, no vamos a comprar calabacitas. Llevo toda la semana comiendo crema de calabaza, calabacitas rellenas, luego el bendito consomé, guisado de calabazas con elote; se las pusiste hasta la ensalada del otro día. Ya estoy harto. A ver si esta semana se te ocurre algo con zanahoria.”
De pronto, en un cruce me tocó el alto.
El semáforo pasado había comprado unos chicles, dos cuadras atrás me habían limpiado el parabrisas, pero en esta parada había uno de esos faquires que se acuestan en los vidrios.
Siendo franca, esos tipos me dan horror. Normalmente ni los miro, porque aborrezco que vendan como atracción su capacidad de crearse nuevas cicatrices en la espalda. Pero, por alguna razón extraña lo vi.
Era un hombre joven, moreno y muy delgado, eso sí, con los músculos perfectamente marcados. Puede ser que tuviera los ojos de un verde claro, pero pude haberlo transformado en la memoria y prefiero no asegurarlo. Lo que mejor recuerdo es que tenía un tatuaje en el pecho, algún símbolo extraño con un triángulo.
Bueno, ya conoces el ritual: Primero extendió una tela con pedazos de botellas de cerveza, luego recogió un par de vidrios y los enseñó, para que todos los presentes notaran su filo; en ese momento me volteó a ver de un modo que no puedo explicar, como si tuviera la voracidad de un lobo y desde entonces, no me quitó los ojos de encima. Sentí su mirada extraña y penetrante. Parecía entonces que todo su ritual se había vuelto para mí.
Yo devolví la mirada. Me escudé en los lentes de sol que llevaba puestos, pues la oscuridad de sus cristales me resguardaba de las innegables consecuencias de una mirada sostenida. Era posible verlo a los ojos sin que él lo supiera y así permanecimos durante unos segundos.
Después, él continuó con el espectáculo. Cuando se recostó sobre los vidrios, subió por mis muslos el flujo cálido de la sangre, sentí un estruendoso palpitar, como si tuviera un segundo corazón entre las piernas y mi respiración cambió ligeramente su ritmo.
Completamente excitada me dejé llevar por la fantasía. Me imaginé invitándolo a subir al coche, o haciéndole el amor ahí, a mitad de la calle. Imaginé sus dedos sosteniendo mi nuca, la textura de su cuerpo entre mis manos temblorosas. Luego imaginé su aroma y se quebró mi ensoñación por un momento, debía ser asqueroso. Entonces me imaginé bañándolo lentamente bajo un generoso chorro de agua tibia.
De pronto se puso en pie. Recogió la tela del asfalto y pasó junto a mí, con una mueca que no pude interpretar.
Me precipité a sacar una moneda de la guantera y la puse sobre su mano. Uno de mis dedos alcanzó a rosar su piel. Me sonrojé, avergonzada por la cercanía de mis abuelos, pero en cuanto cambió la luz del semáforo, arranqué a toda velocidad, conteniendo el impulso de mirar el retrovisor, por no perder la esperanza de que sus ojos siguieran mi auto hasta perderlo en la distancia.

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