El gajo plateado sonríe en las alturas.
El crujido distante de
unas hojas viola el silencio de la espesura. Los ojos que esperan se prenden
como faros que intentan marcar un sendero, pero pierden su poder acariciados
por la bruma.
El crujido se acerca, se le unen pasos, acompasados por una
respiración agitada que no se ahoga en los afluentes de neblina.
Se saben cerca, se reconocen cuando el aroma de los pinos se
mezcla con almíbar y especias.
Sus manos se alargan, como ramas al sol, se tocan, transitan a tacto la geografía de un
territorio cuyo mapa conocen de memoria y sin embargo, nunca antes exploraron.
Se dejan caer donde están, donde sólo son y están solos. Las
flores marchitas y las raíces de los árboles les tienden un lecho. Beso a beso mojan la tierra en su
humedad-gasolina, se hunden el uno en el otro y en la
fricción de sus lenguas, se abrasan.
Bajo los amates, dos cuerpos desnudos se hacen uno, un solo
nudo de carne que palpita. Nadie los mira, más que la sombra protectora de
quimeras, nadie los oye crepitar como la madera incandescente. Bañados de sudor
parecen derretirse como la cera. Se consumen, encienden todo lo que tocan.
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