jueves, 30 de enero de 2014

Lluvia


Había llovido. El cielo estaba despejado a excepción de una pequeña nube que develaba la luna menguante. Se encendían las pequeñas luces de la ciudad, imitando a las estrellas en su cálido centelleo.
Él cruzaba la calle, miraba con asombro el reflejo de la luz en el arroyuelo que circundaba el desagüe y escuchaba en su mente una melodía dulce. La noche era bella, la vida era bella y en su vehemente juventud todo parecía una promesa.   
Hacía frío y su piel se estremecía; disfrutaba el perfume fresco de la brisa, la humedad. Caminó frente al cementerio y sin recurrir a su habitual melancolía, pensó que sería precioso morir en ese instante, morirse de dicha.
Dio vuelta a la esquina y empezó a tararear la canción por darle forma. Le gustaba mirar a la gente que pasaba: la mujer de gesto adusto, los enamorados tomados de la mano, los señores que paseaban a sus perros. Un auto que apareció y desapareció a ritmo de parpadeo, levantó una ola del pavimento, bañando su cuerpo de pies a cabeza. No se molestó, sentía que estaba cerca y retomó su canto.
El olor a café, que se extendía por toda la cuadra, le anunció su destino. Le temblaban las piernas. Se asomó por el cristal y vio aquel rostro infantil con los ojos relucientes. La joven del vestido verde, al descubrirlo tras la vidriera, se levantó en su lugar y le tronó un beso.
Él se paralizó. Regresó a su mente, como destello, la última vez que se miraron. Entonces fue a través del cristal de un aeropuerto, hacía varios años, y con un beso idéntico se despidió.
Quiso correr, abrazarla hasta fundirse con ella para no verla partir nunca más, pero sus miembros parecían congelados. Recordó después, aquella figura tendida en la cama antes de hacer el amor, la textura de su piel, el aroma sutil que emanaba, tan semejante al de la lluvia.
Ella se carcajeaba nerviosa del otro lado, llevándose las manos a la boca, como si no pudiera creer lo que veía y él, que hubiera dado todo por atravesar el cristal y devorarla ahí mismo, no podía moverse hacia ella. 
Al notar su pasmo, ella se acercó, apoyó las manos y el pecho en la vidriera. Él acarició el cristal y se conmovió al sentirla tan cerca. Tras la mueca fugaz de una sonrisa, se le anudó la garganta desatando la fuente de sus ojos. La joven salió a su encuentro, lo estrechó con fuerza y, arrobada, se desbordó en llanto.
Reían, lloraban a cántaros. Sus labios se derritieron al tocarse. El cielo estaba despejado, pero ellos fueron lluvia, aguacero, diluvio. Corría sal por sus espaldas, sus brazos y piernas. Eran torrente, cascada, tempestad. Desembocó uno en otro como el río en la mar. Se disolvieron muriendo de alegría.
De su encuentro, quedó sólo un charco donde se reflejaba la luna.

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