Cuando Ana llegó a la escuela, nunca imaginó el día que le esperaba. Su
peor preocupación consistía en haber omitido la tarea de matemáticas, cuando escuchó
un ligero barullo en el fondo del salón de clase. Entretenida en los ejercicios
de caligrafía, no se molestó en mirar hacia atrás, hasta que la maestra dio un
grito capaz de estremecer al miedo mismo y corrió fuera del aula.
Cuando las estudiantes de primero de primaria se dieron cuenta de lo que
pasaba, algunas se quedaron llorosas en su asiento, otras gritaban aterradas sin
saber hacia dónde moverse. Ana tomó a Gaby (su mejor amiga) de la mano y salieron
juntas del salón, dando pauta al resto de las niñas.
Para su sorpresa, no sucedía sólo en “primero A”, todas las estudiantes evacuaban sus salones.
El tránsito se estancaba en el pasillo y los nervios creaban un hedor
escalofriante. Poco a poco se acercaba el gruñido, cada vez más amplificado,
como un coral a cientos de voces.
Gaby y Ana no perdieron tiempo, aprovecharon su tamaño para colarse entre
la multitud de niñas y bajar rápidamente las escaleras. Lograron abrirse paso
hasta el patio y, tras de ellas, una de las monjas cerró la reja que bloqueaba
las escaleras, dejando al resto de las alumnas atrapadas arriba.
La madre superiora, las maestras y niñas que bajaron a tiempo sintieron
enorme alivio en el patio de la escuela, pero muy pronto se dieron cuenta de su
error: De atrás hacia delante, todas aquellas que Ana conocía en la escuela,
desde la maestra de inglés hasta la directora se estaban convirtiendo en lobos.
El conserje abrió el portón y salió huyendo despavorido. Ana y Gaby lo
siguieron en su carrera.
Lamentablemente, no terminaba todo en la escuela. Por las calles también
corría una turba y hasta los hombres en sus autos se estaban transformando.
Las dos pequeñas corrieron sin parar entre el tumulto, hasta que un
hombre se abrió paso entre ellas, obligándolas a separarse. Gaby quedó un paso
atrás de Ana e inevitablemente se volvió lobo.
Ana siguió corriendo desesperadamente, triste, aterrada. Sabía que tres cuadras más
adelante encontraría la salvación en su apartamento. Ya se imaginaba subiendo
por el elevador hasta escudarse en los brazos de su madre.
Se escuchó un eco retumbando por toda la ciudad, luego un pequeño
ensamble de gritos humanos, devorados por un feroz rugido.
Ana prefería no mirar atrás. Cuando llegó a su edificio, la puerta del
lobby estaba entre-abierta y la cerró tras de sí, evitando que entrara la gente
de la calle. El elevador estaba atascado, así que, tomando un par de bocanadas
de aire, subió corriendo por las escaleras, con el cuerpo cansado y el corazón taladrándole
el pecho. Seis pisos arriba, completamente agotada, golpeó la puerta del
apartamento 602. Poco tardó en descubrir que no estaba cerrada con llave y giró
la perilla entusiasmada.
No pudo sentir ni desconsuelo, pues su madre le aguardaba tras la puerta,
convertida en un lobo hambriento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario