miércoles, 2 de abril de 2008

El Sonido del Cascabel



Llevaba tiempo sonándole entre las vértebras, enterrándose como aguja en sus oídos, crispando su piel como si fuese un rechinido horroroso. No era un inocente cascabeleo, como no era un simple gato el que se paseaba por la terraza mofándose de su discapacidad; todo tenía un motivo misterioso, pero si algo era cierto, es que estaba ahí, desanudando los cordeles de su cordura.



No era un gato negro, ni tenía la mirada torva; era más bien atigrado con motas de varios tonos, de figura muy esbelta y los ojos verde-amarillos, redondos como un par de soles.



Jaime no sentía aversión hacia los gatos en general, pero estaba seguro de que éste, a pesar de su apariencia inofensiva, era un auténtico demonio: Aparecía de la nada, primero como un sonido distante y luego una silueta que avanzaba como sombra oscureciendo su mente. Se ponía muy cerca de los cristales del cancel y lo miraba sin parpadear por largo rato, como si escrutara sus pensamientos, como si los robara para llevárselos al infierno y se esfumaba en un santiamén, pero restaba por largo rato el cascabeleo irritante.



Cuando Milena entró a su casa sin invitación (o mejor dicho, invitada por el padre de Jaime, quien prefería pagarle una enfermera que convidar una sola miga de afecto paternal), Jaime sintió un hervor fastidioso, muy semejante al que le provocaba el cascabeleo sobre el espinazo.
Perder las piernas y las alas de un golpe ya era poco tormento comparado a la intrusión de un gato y una enfermera maliciosa que se burlaban –cómplices- de su dolencia, que lo volvían más inválido, más inútil, que probaban entre risas su patética incapacidad de echarlos a patadas.



De alguna manera todo parecía lo mismo: ella era una mujer hermosa, excelente enfermera, cocinaba bien, pero su fachada excepcional escondía algo perverso, algo que se volvía evidente en el modo como lo lamía con el rabillo de los ojos.



Milena llegaba muy temprano por las mañanas, le daba la medicina para el dolor y lo bañaba lento, como si le gustara frotar su cuerpo con la esponja, como si la esponja fuese una extensión de sus dedos, siempre ávidos por indagar los rincones; luego lo vestía como si fuera a salir a algún lado y lo dejaba un rato en el jardín para que tomara el fresco.



Para Jaime, la tortura oculta en estas acciones aparentemente dulzonas, demostraba la astucia de Satán: Lo llagaba todo contacto con esa mujer, era un suplicio que lo vistiera elegante y lo peinara bien para no salir a ningún lado, para no ir más a los bailes de blanco y negro, para nunca más bailar; pero dejarlo en el jardín a merced del maldito gato era una desvergüenza.



Indudablemente, apenas Milena desaparecía y las ruedas de su silla tocaban la humedad del pasto, acudía el cascabel al clamor de sus terrores. El felino de porte cínico se acercaba cada vez más a la silla, pero jamás lo suficiente para ser alcanzado por las manos que ansiaban asirlo del cuello.



En cuanto se evaporaba el gato, regresaba Milena para llevarlo dentro. Mientras hacía la comida lo dejaba en el salón con un libro, luego ponía la mesa con esmero y comía a su lado. Al caer la noche, lo acostaba temblorosa, con el cabello crespo hasta las puntas por el deseo de acostarse con él y lo dejaba a sus sueños, se iba a alaciar las ganas para atreverse a volver al día siguiente.



Un día tormentoso en que un ejército de gotas se extendía por el cancel formando una cortina, Jaime amaneció con lluvia de ardores sobre la espalda. Cada nervio de su cuerpo se estremecía como aguijoneado por millones de avispas. Ella le preparó un té de hierbas peculiares que suprimió el dolor, pero lo puso a dormir. Despertó varias horas más tarde en un alarido de espanto. Era de madrugada y el sonido que taladraba sus tímpanos tenía algo especialmente escabroso. Al principio no pudo distinguir cuán cerca se encontraba, pero pronto sintió las cobijas removerse y unas pisadas frías sobre su abdomen. Se arrancó la colcha de un jalón intentando atraparlo, pero el gato pegó un brinco y se esfumó en las tinieblas. De algo estaba seguro: ella lo había invitado a pasar, estaba jugando con su mente.



Al medio día, la enfermera guisó caldo de gallina con especias extravagantes y le quedaron algunas plumas untadas en el vestido. Jaime se sintió estúpido por no haberlo pensado antes: esta mujer lo estaba embrujando. La miró espeluznado, con pavor de probar la sopa y por primera vez notó esos ojos formidables, verde-amarillos, redondos como soles que lo miraban fijo, asaltando sus pensamientos, adivinando sus sospechas. Ella se disculpó por las plumas con una sonrisa y Jaime intercambió los platos sin mayor alegato, pero lo que comenzaba a cocinarse en su mente no encontraría sazón hasta más tarde.



De a poco fue hilando coincidencias, confirmando sus recelos: Milena apretaba los párpados cada vez que escuchaba un ladrido distante, tenía un pánico irracional hacia los perros; al igual que el gato, ella surgía de la nada (uno podía suponer que había estado en la cocina, pero de ningún modo la vería salir de ahí); sin embargo, la evidencia más clara era esa sensación anormal que ambos le provocaban. Se ha dicho por siglos que los gatos son brujas transfiguradas y ésta, nunca se aparecía al mismo tiempo que el cascabel.



Le tranquilizó saber que no eran dos, sino una y que eliminando una, desaparecerían los dos. Así fraguó todo tipo de trampas para el gato, desde leche envenenada hasta atún sobre una pierna con el afán de acercárselo a las manos; pero nada parecía funcionar, pues este gato pensaba como bruja y era sobradamente astuto.




Llegó una carta de su padre y Jaime a toda rueda tomó el abrecartas para leer, lo que esperaba fuese una disculpa, pero no era nada parecido. Su padre se encontraba en el hospital, había rodado por las escaleras al tropezarse con un gato husmeador. Necesitaba que Milena se tomara unos días para atenderlo y Jaime gruñó encolerizado.




- ¡Milena!




- ¿Sí?




- Acércate, que necesito decirte algo serio. – Dijo con la voz apretada entre los dientes, mientras Milena se le ponía bien cerca, acuclillada al nivel de sus ojos.




- ¿Qué necesitas?




Jaime suspiró y cambió el tono de su voz.




- ¡Qué ojos más grandes!, parecerían una pradera apacible si no fueran mi cementerio.



Milena se sintió conmovida y se arrojó a su boca, desnudando la pasión reprimida entre cabellos. Jaime la tomó de la nuca, como el amante que atrapa un beso para que no se le escurra entre los labios y le enterró el abrecartas a un costado del cuello.




Milena se levantó horrorizada. Se arrancó el acero y comenzó a temblar, bañada en cataratas carmesí. Lo miró con ojos de fuego y en un impulso se lanzó sobre la silla, estrellando su cabeza contra el piso con una fuerza sobre humana, hasta que toda llama se extinguió.




Jaime sonrió aliviado al mirar dentro de esos ojos vacíos. Su cabeza palpitaba como si fuera el pecho y se encontraba exhausto, pero todo padecimiento era recompensado.




Sin embargo, al poco tiempo burbujearon sus oídos y se fugó la calma cuando escuchó acercarse el tintilineo infernal que terminó posándose junto a su rostro. Su cabeza latía al ritmo de una marcha fúnebre y por más que intentó levantar el brazo para alcanzarlo, no logró respuesta de su cuerpo. Su mirada perdía el enfoque, pero podría jurar que vio al gato erguirse sobre dos patas y lo escuchó reír, con el tipo de mofa con que se carcajean los demonios. Luego el cascabel estridente penetró sus oídos hasta que no escucho nunca más.

1 comentario:

cHaP dijo...

Pronto sera personificado el taleto que viertes en los liensos,nanina sera parte de esa imagen como lo es ahora y sera un corto magnifico.

eres hemosa.... mua miauuu mua