Una mañana me soñé en un ambiente cálido, era un lugar con mar, todo en colores pasteles, verdes y amarillos. Yo habitaba el cuerpo de un hombre joven, larguirucho y flaco, ligeramente encorvado.
Hacía una exposición de poesía. No era una lectura, era un acomodo visual de palabras en la pared que se complementaba con títulos de libros en un estante, mensajes en macetas, carteles en caballetes, palabras circuladas en revistas y flyers publicitarios. Era un cuarto amarillo, luminoso y había plantas que subían como enredaderas por la pared.
La había hecho como homenaje a un poeta que amado mío, como respuesta a su última obra literaria. Un día él apareció afuera de mi estudio. Me hacía muy feliz verle.
Lo invité a pasar pero miró su reloj, indicando que tenía que estar en alguna parte. Me dijo que había ido a mi exposición y la había disfrutado, que mi obra no llegaba hasta el hueso, sólo acariciaba la superficie a diferencia de la suya, pero era una buena respuesta... lo que me generaba una mezcla de sentimientos que se escaparon entre mis dientes en la forma de una risilla condescendiente, opacando el furor de mi indignación cubierta por el orgullo de recibir su pequeño halago.
Esa risa me dejó ver que así había sido siempre. En ese vaivén de emociones podía resumir nuestra relación, un poco adictiva, porque tratábamos de salvarnos mutuamente del dolor, de lo mundano, de la monotonía; nos desaprobábamos hasta el cansancio y todo terminaba con un guiño, como signo de aprobación velada que no se daba de ningún otro modo.
Él miró de nuevo el reloj y suspirando me abrazó. Nos quedábamos un buen rato intercambiando calor en el abrazo... quise acercar mi boca hasta sus labios, pero estábamos afuera y él me bloqueaba, abrazándome más fuerte.
Luego sentí que aflojaba el cuerpo entre mis brazos, dándome la impresión de que quería separarse del abrazo y cuando estaba por dejarlo ir, me abrazaba más fuerte. Me sentí confuso, pero a la vez, encantado de escuchar su latido al unísono con el mío. No éramos fáciles, pero él me entendía y yo a él.
Entendí también sus razones, cuando me dijo que no podíamos vernos nunca más. Su situación era complicada y me sonrojé por la vergüenza que acompaña a la culpa.
No podía olvidar, aunque intentara en el hervor de la sangre, que una mujer de ojos serenos y una niña pequeña lo esperaban a cenar.
Sabía que era lo mejor para ellos y sin duda, a la larga, sería lo mejor para mí también, pero en el momento que lo vi darme la espalda y caminar hacia la calle sin segundas últimas miradas, en mi interior se libraba una batalla: ¿lo amaría pese a todo o lo odiaría por dejarme?
Apreté los puños y lo odié, porque sólo se puede odiar a quien más se ama y no puede amarte como te gustaría.
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