martes, 3 de agosto de 2010

El Beso

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“Y la muerte no tendrá dominio.
Aunque las gaviotas no griten más en su oído
Ni las olas estallen ruidosas en las costas;
Aunque no broten flores donde antes brotaron ni levanten
Ya más la cabeza al golpe de la lluvia;
Aunque estén locos y muertos como clavos,
Las cabezas de los cadáveres martillearan margaritas;
Se romperán al sol hasta que el sol se rompa,
Y la muerte no tendrá dominio.”
Dylan Thomas


Cuando el halo de fuego se ahogó entre las aguas dejando una estela de sangre en el horizonte, el pueblo de Tal salió de cacería. Cada hombre con su antorcha, machete, pala o tridente se amontonaba en la fila, dispuesto a vengar el ultraje que se tendió como niebla sobre las casas que duermen arrulladas por olas. El párroco iba al frente, marchando como a pulso de tambores sin más arma que una Biblia; murmuraba el pasaje sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra, mientras la plebe bufaba entre sudores fríos.
Apenas la moneda plateada se abrió paso entre las nubes con su rostro de virgen y máscara de loca, los furores se acrecentaron al impacto de una puerta. La madera hecha astillas cedió paso al crucifijo y el machete que arrancaron de su lecho a un hombre desnudo.
¿Quién sería el incauto que intentara enseñar algo a la gente de Tal?, ¿Quién tan soberbio de evidenciar su ignorancia?, ¿Quién pudiera robar besos a la sombra y dormir con el espíritu en calma? Para la comunidad estaba claro: sólo el mismísimo demonio.
Los hombres lo tocaron (pero no del modo en que lo haría su amante), todos lo tocaron sin los dedos sensibles. Lo tocaron con los puños, con la uñas y los hierros. Le extirparon los miembros y las entrañas, le desgarraron el corazón, pero no pudieron desgarrar sus devociones; le arrancaron la cabeza, pero no pudieron arrancar sus pensamientos. Alguno se ocupó de poner los restos en un cesto y la tierra se bebió la sangre por cubrir el rastro.
Reanudaron la marcha con los zapatos lodosos y las manos mojadas. Reconocieron su destino cuando el gusto se les llenó de azúcar y envolvió su olfato el aroma de pan recién horneado.
Él estaba de espaldas al mostrador cuando la turba se abalanzó dentro de la tienda, como lo hiciera cada domingo por la noche con el fin de alcanzar los últimos panquecillos para la merienda.
- Ya estoy cerrando – Dijo mientras apagaba el fogón, y le tomó unos segundos notar que no era miel, sino un dejo amargo lo que buscaban esa noche.
Todo hombre lo penetró sin hombría, lo tomaron con espátulas y cuchillos hasta saciar sus ansias, le cortaron la cabeza y la pusieron con la de su amante para izarlas sobre una pica al centro de la plaza.
Cuando el primer gallo entonó su Réquiem, aún brillaban las estrellas lacrimosas, sin embargo, todo el pueblo se reunió en la plaza para atestiguar el final de los depravados.
Un joven se dispuso a clavar la primera cabeza, pero cuando la sacó del cesto sintió asco: estaba asida a la otra por los labios. La gente miró desconcertada. Otro hombre se ofreció a separarlas, pero por más que jalaba no lograba desunirlas… Eran Salomé y Jokanaan uno y otro, presos del beso necrófilo, exquisito.
Varios intentos fracasaron y al dies irae del segundo gallo, un aura cálida invadió el ambiente oprimiendo los pechos, evidenciando el crimen. De entre la multitud surgió una voz quebradiza:
- Paren el forcejeo, por piedad, ¡deténganse! – Y la muchedumbre confundida pareció estar de acuerdo.
El pueblo de Tal concedió esta última complicidad a dos cabezas, este breve deleite póstumo, y las arrojaron a la primera luz donde la marea es alta, para que la sal limpiara su conciencia.

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