miércoles, 5 de marzo de 2008

La Historia de cómo Virginia se volvió pistola



(Cuento con tres desenlaces optativos)





Una tarde, husmeando en un baúl de la casa de su abuelo, el pequeño Raúl encontró una pistolita de juguete algo anticuada. Estaba cubierta por una tela suave, atada con un listón como para regalo y le fué natural pensar que -siendo vísperas de Navidad- aquella pistola tan bonita debía ser un obsequio para él; así que la tomó, la apuntó en todas direcciones sin apretar el gatillo (por miedo a hacer algún ruido), la jugó un rato hasta aburrirse. Le pareció entonces que debía verse como grande, como vaquero de película con tan impactante artefacto, pero no había ni un solo espejo en toda la habitación que confirmara o negara su pensamiento. Es así que salió hecho un bólido hacia el pasillo intentando que nadie le interceptara (pues aún debía devolver la pistolita a su lugar y fingir sorpresa cuando se la entregaran oficialmente), entró en el baño pero no le sirvió de mucho: el espejo estaba demasiado alto y sólo alcanzaba a verse la cara, así que corrió al cuarto de su tía y ahí, detrás de la puerta había un espejo de cuerpo completo, tal como el que necesitaba.
Sacó la pistola de su bolsillo trasero con todo el estilo galante de un sheriff y ya comenzaba a recitar los diálogos de una película de vaqueros cuando la tía Lety, que había dejado su chal sobre la cama, abrió la puerta de un empujón para toparse con su sobrino apuntándole.
- ¡Ay! –Pegó un grito de horror.
Raúl bajó la pistola en un aire de extrañeza.
- ¡Pero papá, te dije que guardaras esa pistola bajo llave!- Gritó Lety mientras arrebataba la pistola a su sobrino y le acomodaba sendos manazos.
- ¡Pero es mi pistola de juguete! – Lloraba Raulito desconsolado sin comprender qué había hecho mal.
- Pistola de juguete, ¡ja!, ¡qué ocurrencia!, pudiste haberme matado. -mientras seguía golpeando al niño sobre las manos.
Ante tal escándalo subió la casa entera a ver lo que pasaba. La madre de Raúl consolaba al pequeño mientras regañaba a su hermana por haberlo golpeado, el abuelo tomó su pistola y se la llevó al seno mientras explicaba que no estaba cargada, que no representaba ningún peligro, hasta que se acabó el barullo y todos volvieron a sus respectivos puestos en la preparación de la Noche Buena.
Más tarde llegaron los invitados y compartieron la cena. Llegado el momento de la sobremesa, Lety contó el horror que había vivido aquella tarde cuando su sobrino casi le mata con la antigua pistola de su papá. Raúl estaba sentado junto al abuelo, así que se le acercó y muy en secreto preguntó:
- ¿No era para mí esa pistola de juguete?, es que no entiendo por qué mi tía se enojó tanto.
El abuelo acarició su cabeza e interrumpió el relato de su hija:
- Esa pistola no es una pistola común, su nombre es Virginia y lleva a una mujer adentro.
- ¿Cómo, cómo? – Preguntaron curiosos los invitados.

Terminada la primera guerra mundial, muchos soldados atravesaban a pié algunas comarcas de regreso a sus pueblos natales. En una de estas comarcas vivía Virginia, una joven de a penas 16 años, siempre sentada sobre una paca de paja, de espaldas al camino, mirando las estrellas. Tenía la cabellera roja y rizada, larga, pero nadie sabía cuán larga, por que siempre le ondeaba con el viento, donde fuera, en todo momento. Se decía que en sus zapatos crecían margaritas, que tenía el rostro de una madonna de porcelana y una mirada tan solemne que no había roca ni planta que no se conmoviera ante su hermosura.
Siempre miraba al cielo y cuando sentía el andar distante de un transeúnte volteaba y le preguntaba “¿Sabes tú el nombre de esa estrella, esa pequeña que brilla pálida junto al triángulo?”
No sorprende que su rostro privara de aliento a más de un aldeano, pero a Virginia no le gustaban los chicos del pueblo por que eran simples y no sabían nada de estrellas.
- No hay que preguntarse esas cosas, no piense Dios que es soberbia. Mejor mira acá abajo y pregúntame cuántas ovejas te daría. – Le decían reiteradamente.
Pero estrellas y ovejas no son la misma cosa y Virginia se hundía cada noche en un sinfín de preguntas.
Sus madre murió al darle a luz. Creció junto a su padre, un armero de gran prestigio que murió asesinado durante la guerra.
La chusma provinciana y supersticiosa comenzó a llamarle “la pistola”, amparando la idea de que Virginia estaba maldita. Según esta gentuza, la niña había heredado la culpa de su padre y pagaría con sangre de sus allegados cada asesinato de tan mortíferas creaciones.
Sus parientes la abandonaron por completo, sólo una tía menos agorera le iba a ver, y muy poco, pues la pensaba tonta. A veces le llevaba algo de comer, la dejaba en lo suyo y desaparecía por meses.
Cuando acabó la primera gran guerra hubieron más y más transeúntes.
Un día un joven quedó hechizado desde la lejanía. No podía ver su rostro, pero bastaba el movimiento hipnótico de su cabello para capturarlo y se acercó de a poco, un tanto amedrentado. Virginia había advertido su andar desde muy lejos, pero sólo volteó cuando le sintió realmente cerca “Sabes tú el nombre de esa estrella, esa gigante que fulgura en el halo de la luna?”
El soldado absorto en la belleza de Virginia dio un mal paso y cayó rodando camino abajo, golpeó su cabeza contra una roca y quedó inconsciente.
Virginia no prestó mucha atención y continuó mirando las estrellas hasta que otro soldado se acercó e inmerso en la profundidad de su mirada dio un mal paso y rodó camino abajo y se partió una pierna. Así, en la llanura se apilaron los soldados que intentaron llegar a Virginia, hasta que llegó un joven oficial llamado Paul. Éste se detuvo a auxiliar a los hombres de la llanura y una vez completada su labor continuó camino arriba, muy cuidadoso de cada paso. A diferencia de los otros soldados, Paul era un hombre de mundo. Había viajado por provincias y ciudades de todos los tipos, ahí había conocido mujeres morenas, rubias, castañas, pelirrojas, de cabellos lacios y rizados, acuáticos, aéreos y terrenos; de ojos simples y solemnes, de rostros toscos o inmaculados y en nada podría sorprenderle la mujer que miraba las estrellas.
Pasó a su lado y ella disparó su pregunta como bala “¿Sabes tú como se llama esa línea radiante que se asemeja a la cola de un cometa?”
“Sí, es el cinturón de Orión y es parte de una constelación enorme que forman estas, esas y aquellas estrellas.”
Virginia lo miró como nunca había mirado en su vida, desbordante en dicha y en dulzura mientras soltaba una carcajada tal que Paul, este serio oficial, hombre de mundo, no pudo más que derretirse. Virginia lo besó en los labios y él la hizo su esposa.
Vivieron varios años de felicidad inconmensurable, sin embargo, añoraban la bendición de un hijo, de un pequeño corriendo por los bosques y las llanuras, ayudándoles en las labores, estudiando cada noche las estrellas pero no habían logrado concebir.
Una mañana después de mucho tiempo, Virginia supo que estaba en cinta. Ella y Paul llenos de emoción convocaron al pueblo para una fiesta, pero esa misma tarde Paul fue llamado a la nueva guerra como oficial rango.
Virginia le ofreció una pequeña pistola que le había hecho su padre poco antes de morir, pero el oficial la despreció por su tamaño diminuto “En el regimiento nos dan bayonetas mi amada, guarda esta para tu protección” y se fue sin besarle la frente en el ardor de la batalla.
Virginia se quedó sola y la solemnidad de sus ojos se tornó tristeza.
A un mes de partido no llegó ni una carta y Virginia comenzó a llorar y llorar, y no paraba... lloró tanto que se le empapó el cabello con sus lágrimas y dejó de volar con el viento, se le escurrió sobre la espalda húmedo y pesado.
Al cuarto mes no recibió ni una carta y comenzó a llorar y llorar y no paraba... lloró tanto que se ahogaron las margaritas de sus zapatos, el cabello pesado le curvaba la cabeza y decidió cortarlo. Al mirarse en el estanque no pudo reconocerse y comenzó a llorar y llorar y no paraba... lloró tanto que la niebla en sus ojos no le dejó ver las estrellas.










-1-
A los seis meses no llegó ni una carta y el enemigo invadió el pueblo y el país, mientras Virginia sola, sin cabello aéreo, sin margaritas, sin reconocerse, sin poder ver las estrellas comenzó a llorar y llorar, y lloró tanto que su hijo le rasgó el vientre y decidió no nacer bajo un cielo nebuloso.
Cuando Virginia supo lo que las lágrimas hacen secó el llanto, tomó su pequeña pistola y se la llevó al seno, la abrazó y la arrulló maternalmente, como el último vínculo familiar que le quedaba.
Se sentó en su paca de paja a mirar las estrellas. Displicente ya ante lo eterno, escupió su alma sobre el cañón de la pistola y se dio la muerte.
La pistolita fue encontrada por un soldado y quedó prendado de su belleza. Lidiaron juntos grandes batallas hasta que una noche nublada cayo en combate. El espíritu de Virginia era siempre efectivo a excepción de las noches sin estrellas. Cambió de manos muchas veces, hombres embelesados en su hermosura y uno de ellos fue mi padre, quien me la obsequió cuando cumplí los 18 años. Así he de cuidar de ella, de esta mujer que sólo pide un cielo estrellado de vez en cuando. ¿Ves Raúl? ¡No eres un hombre y ya te ha conquistado la sinvergüenza!
Pero mira bajo el árbol, ahí encontrarás un regalo para tí.









-2-
A los seis meses no recibió ni una carta y el enemigo invadió su pueblo y el país.
A los ocho meses llegó un telegrama: “Coronel Paul la Fontaine muerto en combate” y Virginia sola, sin cabello aéreo, sin margaritas, sin reconocerse, sin poder ver las estrellas comenzó a llorar y llorar y no paraba... lloró tanto que su hijo le rasgó el vientre y nació antes de tiempo por miedo a ahogarse en sus angustias.
Virginia secó el llanto y le llevó a su seno, lo abrazó y lo arrulló maternalmente, como el único vínculo familiar que le quedaba.
Tomó su pequeña pistolita, la cargó y se paró detrás de la puerta mientras calmaba a su bebé.
Entró un soldado Alemán con la bayoneta por delante y Virginia de un solo tiro le voló el casco y lo dejó inerte.
Se extendió el mito alrededor de ella, se la conocía en todos lados como “la pistola” y no sólo por ser hija de un armero, o por arrastrar una maldición desde hacía tiempo, sino por su tiro preciso y su habilidad congénita.
Un par de jóvenes de una provincia cercana la convocaron para que organizara y dirigiera la milicia, pues todos confiaban en su nombre. Ella aceptó, después de todo, tenía gran experiencia en escuchar a la gente venir desde lejos y práctica de tiro desde pequeña.
Ella y su pistolita hicieron leyenda en la comarca, juntas derrotaron legiones enteras y echaron fuera de la villa a los invasores; aún así, nunca le faltó tiempo para compartir con su hijo. Todas las noches lo acompañaba en sus carreras por la llanura y le enseñaba todo sobre las estrellas.
Una de esas noches fue traicionada y herida de muerte por un aldeano con su precio. Virginia temió entonces por la vida de su hijo, tan pequeño, inerme al descampado que escupió su alma sobre el cañón de la pistola y se la puso entre las manos “Te protegeré de quien pretenda dañarte y te evitaré errar el tiro disparando a un amigo. Guárdame y siempre te guardaré del mal.”
Es así que su hijo jamás fue lastimado. Mi padre llegó a ser ese hijo y Virginia es tu tatarabuela.
Verás, no puedo regalarte esta pistola, pero hay otra bajo el árbol que te va a gustar mucho más: lanza agua hasta a tres metros de distancia y nadie se va a enojar de que apuntes a tu tía con ella.



-3-
A los seis meses no recibió ni una carta y Virginia sola, sin cabello aéreo, sin margaritas, sin reconocerse, sin poder ver las estrellas comenzó a llorar y llorar, y lloró tanto que no notó bajo sus pies un sobre que parecía arrastrado hacía tiempo. En su camino vuelta a casa notó algo más que lodo pegado a su zapatos y de inmediato intuyó de lo que se trataba. Virginia lo levantó, secó el llanto y le llevó a su seno, la presionó contra su vientre como un arrullo maternal para su hijo aún no nacido. Reconocía esa letra, el único vínculo que tendría con su amado:

Hemos estado en combate , cada segundo, cada minuto, sin embargo me ingenio para robarme un pedacito de noche y escribirte todos los días. Es posible que no te hayan llegado todas mis cartas, pues el correo es atacado constantemente y sólo sale una vez por semana; pero en todas te digo lo mismo, que me siguen las estrellas a todas partes y con ellas tu mirada solemne, aquella carcajada inédita que me puso de cabeza. Sé que si estoy aquí tan lejos, luchando, es por volver a tu lado en un espacio de paz y libertad para nuestro hijo.

Mi corazón está contigo.
Paul

Volvió la luz a sus ojos. Pasó el tiempo y ella quedó tranquila, releyendo cada noche aquella carta. Pronto le creció el cabello aéreo y florecieron margaritas en sus zapatos y cuando miraba las estrellas sólo veía delineados los ojos de su amado.

Dos meses más tarde llegó otra carta:

Mi bien, nuevas:
Me han herido en batalla y han tenido que amputarme una pierna, pero me llena de alegría que voy de vuelta a casa y se me han brindado las mayores condecoraciones. No puedo esperar por verte. Un auto me dejará al borde del arroyo, pero tú aguarda por mí mientras contemplas las estrellas, que en tu paca de paja habré de reconocerte.

Hasta pronto
Paul

Tras leer sobre su regreso Virginia comenzó a reír y reír y no paraba. Rió tanto que el hijo se escurrió de su vientre y nació antes de tiempo por reunirse a la dicha.
Virginia lo tomó en brazos y le llevó fuera para ver las estrellas pero esa noche no hubo rastros de Paul y les devoró el sueño tras la vigilia.
Al alba el enemigo invadió su pueblo y el país, y se impuso la queda por lo que no pudo esperar en su paca.
Ya entrada la noche escuchó el caminar torpe y distante de un transeúnte. Tomó su pequeña pistolita, la cargó y se encaminó a hacia la paca intentando no hacer ruido, cuando de pronto, escuchó un grito en alemán seguido por un tiro. Al asomarse, se le rasgó el corazón; Paul yacía al borde del camino.
Virginia se sentó en su paca y miró un cielo vacío. Displicente ya ante lo eterno, escupió el alma sobre el cañón de la pistola mientras era balaceada por los alemanes.
Murió Virginia sin saber que su amado estaba vivo, pues la bala sólo rozó la pierna amputada. Paul se arrastró por la tierra hasta llegar a la paca y ver el pecho de su amada tapizado de estrellas. Se quedó echado abrazándola por largo tiempo hasta que el cielo en luto vertió sus lágrimas. Tomó la pistolita para su protección y se encaminó pecho tierra a su casa. A casi un metro del umbral fue descubierto por un soldado que le quitó la pistola de una patada y haciendo burla le disparó con ella... Pero Virginia no podía matar al hombre que amaba, así que soltó el tiro por la culata y de un solo golpe cobró su vida.
Paul tomó de vuelta la pistolita y llegó a rastras hasta su casa. Ahí encontró a su hijo y le nombró, le educó, lo vió correr por las llanuras y le enseñó todo sobre las constelaciones.
En poco tiempo el enemigo fue expulsado y pudieron vivir en paz.
Muchos años después se inventaron nuevas prótesis y no tuvo que usar muletas, se casó con otra bella mujer y tuvo dos hijas; pero en secreto (o eso creía), guardó siempre a su salvadora, al amor de su vida en un baúl cubierta de seda y listones.
Verás Raúl, encontraste a mi mujer y a la mujer de uno no se la regala.
Para ti Raulito, tengo algo más interesante. Ve atrás del granero, que en la última de las caballerizas te espera “Paca”. Una buena yegua es el primer requisito de todo vaquero.

1 comentario:

cHaP dijo...

Me encanto y me encantara siempre este cuento , jejeje .

te amo y te amare siempre.

gracias.