jueves, 17 de abril de 2008

Un momento de Réquiem


Primera Parte



Todo a obscuras. Se ve el rostro de un hombre dormido.


- ¿A qué huele?, me llega un olor fétido y penetrante... ¡Ay!, siento entumidos mis dedos de los pies.



Busca su almohada con la mano, no la encuentra, intenta darse vuelta para acurrucarse en posición fetal, pero su cadera se atasca, no da vuelta...


- ... ¿Qué diablos?


Aprieta los ojos.


- Muero de calor.



Se toca las piernas


- Siento como si hubiera dormido por siglos. ¿Cómo?, ¿estoy vestido de traje? El corbatín me aprieta, me sofoco en este saco.



Se afloja el corbatín y respira profundo. Comienza a percibir los sonidos que lo rodean con un dejo de curiosidad.


- El aroma a tierra mojada, ¡cómo solía disfrutarlo! ¿Por qué será que me inquieta? Ha llovido, eso es seguro. El olor se filtra a mi alrededor como si estuviera cubierto por tierra, pasto, charcos... y todo suena tan curioso: No las gotas de lluvia sobre la hierba, no los truenos, no el salpicar de los autos que huyen al resplandor del asfalto; no el taconeo de quienes andan bajo las hojas del periódico, que no hace más que disolverse entre sus manos; no el rebotar del agua sobre los techos laminados de las casuchas que han rodeado la vía del ferrocarril, no los chorros de agua que resbalan de los tejados, ni el ondear de los charcos o el crujir de las hojas otoñales, ni el riachuelo que corre a refugiarse en los albañales o el golpeteo del granizo sobre las vidrieras; no. Los sonidos que escucho son más sutiles, y mucho más aterradores. Es como si pudiera escuchar al lodo estremecerse, a la vida que habita bajo tierra, como si retumbaran sobre mí los pasos de la hormiga, el ondular de gusanos, el talar de termitas en una sensación aletargada... todo transcurre en la ficción del tiempo como en cámara lenta. ¡Vaya ensoñación desquiciada! Es hora de despertar.


Se frota los ojos y los abre, sin embargo, no puede ver nada, así que los cierra nuevamente.



- ¿Dónde estoy?, esto no es mi cama.


Siente su propia respiración sobre el rostro y busca con las manos los bordes de su cama, para descubrir que se encuentra en un lugar de pequeñas proporciones.


- ¡¿Qué diablos...?! ¿Es un truco de mi fantasía? No recuerdo haber dormido en una litera desde que tenía doce años, esto no puede ser, al menos no una litera.

Toca de nuevo, esta vez siente la tela acolchonada a su alrededor, buscando a los lados encuentra a tacto unas bisagras e intenta levantar la cubierta. No lo logra con las manos e intenta ayudarse con las rodillas, pero es en vano, la tapa no se mueve un milímetro. Su respiración se agita.


- ¡Oh Dios! No pude haberme metido a esta cosa en plena conciencia, conozco a mi claustrofobia inclemente. ¿Quién podría haberme jugado esta broma? o no es una broma... Todos me tratan con demasiado tacto, me he rodeado de gente seria y hasta yo he adquirido un tono serio para conmigo... Y no puedo evitar tomar esta sensación pavorosa con la sobriedad más lúgubre.


Comienza a temblar.


- No puede ser. ¿Qué me pasa?, ¿qué es este lugar, esta caja? ¡No!, ¿en verdad puede ser...? Pero... ya lo veo. ¡Aquél artículo sobre el entierro prematuro narraba situaciones escalofriantes! Pero nunca imaginé que pudiera sucederme.



Frotando con insistencia la parte superior de la caja, comienza a llorar.


- ¡¡Me han sepultado vivo!! Es el siglo XXI, ¿cómo pueden seguir pasando estas cosas? ¿Qué voy a hacer? ¿Esperar la muerte, tener fé en que pueda hallarme algún hereje o pervertido en busca de placeres extraños? ¿En qué pensaba mi parentela? Me enterraron sin donar mis órganos. Y pensar cuán clara dejé mi voluntad de ser cremado. ¿Cuánto aire me queda?, ¿debo gastar mi poco tiempo en pensar o es que prefiero soñar? No quiero abrir los ojos, nunca perdí el miedo a la obscuridad y sería un error alentar mi claustrofobia. Prefiero no enterarme de cuán diminuto es el lugar que ocupo o en un ataque de histeria consumiré aire que reste. Tengo sueño, mucho sueño y puede que duela menos enfrentar el fin con el subconsciente. Quiero creer que estoy soñando, que nada de esto es real. Mi fantasía logra ser muy convincente y abrir los ojos puede extinguir la última esperanza. Quiero soñar, soñar en todo lo que habita sobre la tierra.


Se tapa los ojos, limpiando las lágrimas. Masajea sus sienes y tras recuperar la calma se abraza a sí mismo.


- Vamos Martin, piensa en todo aquello que amas y deja al letargo poseerte. Olvida lo que crees que sintieron tus manos y el lugar en donde supones que estás y duerme. Sueña en los bosques, las montañas y el firmamento al medio día, como tanto te gusta; sueña con las aves, imagina al cuervo de plumas lustrosas que se posaba en tu jardín anunciando el ocaso, sueña con el viento helado sobre la cara, la brisa cálida, la humedad del verano; sueña la caricia de unos dedos, de un cabello, de unos labios, de esos labios; busca en tus recuerdos la luz de luna, la neblina, el olor de la noche... las lucecillas que tiñen los cerros, el cantar de las cigarras, el ladrido de los perros, los perfumes que eleva el aura matinal, los matices del rocío, las estrellas. Encuentra en tus papilas el sabor sutil del vino blanco, la suprema sensación de una trufa disolviéndose en tu boca; piensa en el sabor de los mariscos, en el mar con sus olas, el perpetuo baile de la arena, los colores de aquel banco de coral. Sueña los grandes edificios, la 5ª avenida, el árbol de navidad en Rochefeller Center... ¡Ahhh! Qué grato es pensar en todo ello. Duerme, duerme al ritmo de esa melodía que embriaga tu mente “tan... tan tara ran, tan tarararan...”

(Se escucha “La fille aux cheveux du lin” de Debussy)

- Sí, imagina la textura de tus sábanas y quizá... vuelvas ahí.


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Segunda Parte



(En un sueño. No se establece lugar ni tiempo, sólo dos personajes con voces dulces y atormentadas)



Martin - Sophia, ¿por qué te vistes de rojo?, ¿por qué escondes tu juventud bajo el carmín de tus labios?

Sophia - Ya no te quiero Martin, no me sigas más, ya no me llames. Es duro para mí también, pero no puedo estar contigo.

Martin - Sophia, no me dejes solo, tengo miedo...

Sophia - No llores Martin, por que me hieres. Yo también tengo miedo, pero no quiero aferrarme a ti por temor. Si algo pudiera unirnos alguna vez, espero que sea amor... Si me amas, déjame ir.


(Desaparece Sophia y él se ve solo. Siente frío y mira al horizonte.)


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( Se mira en otro escenario. Él está sentado en el borde de una fuente y Sophia recostada sobre sus piernas, tiene la apariencia de una joven que apenas deja la pubertad. Martin acaricia su cabello. )


Martin - ¡Cómo amo estos momentos! Me basta estar cerca de ti para encontrar gracia en la vida...

Sophia – Los amo también. Es mi placer haberte hallado... Justo ahora pensaba: nunca me has dicho ¿qué crees que pasa al abandonar este plano existencial?

Martin – ¿Te refieres a la muerte?

Sophia – Yo no lo llamo muerte, pues creo que es sólo una transición en un proceso vital infinito; pero si tú crees que se trunca la vida, entonces debes pensar en muerte.

Martin – Pues sí. Me gustaría creer que existe el alma y la memoria de estos instantes compartidos más allá de la vida “terrenal”, como tú la llamas, pero no es así. Yo creo que mi ser se disolverá en la tierra y será sólo la energía modificada en este proceso. Aunque, más bien, acabaría siendo alimento de peces. Quiero ser cremado y que mis restos se dispersen entre las olas. ¿Tú que piensas?

Sophia – Cualquier cosa que diga será una mera suposición, pero creo que la escencia continúa libre del cuerpo, y se refugiará donde sea que quiera estar. Aquellos que deseen ir al cielo, probablemente se albergarán en el cielo de sus fantasías y quienes crean que se volverán polvo, quizás lo hagan. Sabes que todo lo que conocemos y las vivencias que experimentamos son meras maquinaciones mentales: Nada de lo que ven tus ojos es una imagen pura, siempre estará teñida de tu percepción, y tu percepción tiene sus prejuicios. Es así que, aunque estuvieras cautivo en el calabozo más lúgubre del mundo, si tu mente tiene vista al mar, seguirás siendo libre. Yo creo que nada cambiará en realidad, seguiremos optando por aprisionarnos o liberarnos...




(Martin mira el cielo y ve juntarse nubes de tormenta. Cuando vuelve la vista, Sophia ya no está con él y se encuentra tirado en el diván de su sicoanalista.)


Martin – Doctor, estoy muy mal. No dejo de pensar en ella desde que abro los ojos, y aún en sueños. ¿Cómo pudo esfumarse de mi vida con tal facilidad? En la mañana me adoraba y al atardecer se largó sin titubear un segundo. Me siento desierto. Me ha vuelto el miedo a la oscuridad y comienza a dolerme el silencio.

Doctor - Martin, necesitas activarte: Enfócate en tu trabajo, retoma tu vida social, conoce gente y en unos días te sentirás mucho mejor. Si persiste tu miedo a la soledad, pon un poco de música o deja encendido el televisor, de ese modo se apacigua el silencio. Si sientes que con eso no basta, cómprate un perro. Ten un motivo para levantarte cada día y poquito a poco sanará esa
depresión. No te voy a recetar nada, pues debes aprender a manejar esto.

Martin- ¡Un perro! ¿Un perro?... He perdido al amor de mi vida y sólo puede decirme que compre un ‘perro’. Me está matando el dolor, no creo que comprenda la gravedad de mi situación: ya no sé si quiero vivir. La vida ha perdido gracia, ya no tiene sentido; es decir, ¿qué me queda?

Doctor - Si haces lo que te digo, te quedará un ‘perro’.



(Martin lo mira con horror)



Doctor - No me malentiendas Martin, comprendo perfectamente el dolor que te aqueja, pero sé también que permanece por que no lo dejas marcharse. No te aferres. Debes entender que Sophia es muy joven, ha compartido contigo su adolescencia y ahora quiere vivir conforme a su edad... ya pasará esa etapa también, y si fue maravilloso lo que tuvieron, es probable que entonces te vuelva a buscar.


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(Martin se mira ahora en su estudio de escultura. Moldea el rostro de una mujer anciana sobre resina. Al terminarlo, nota su parecido con Sophia y se imagina viejo andando con ella. Se abraza a la figura hasta deshacerla; cuando la mira como una plasta amorfa, se dobla en el piso, cubierto de lágrimas.)


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Tercera Parte


Abre los ojos en un sobresalto, pero continúa sin ver nada.

- Ni siquiera dormir es bueno, no puedo entrar en un sopor sosegado... todo me inquieta. ¿Estoy en casa? No debo dudar. Vamos Martin, piensa que lo estás, cree que lo estás. En unos momentos sonará el despertador y acabará esta extraña pesadilla. Comenzaré mi día como es preciso: entre el baño hirviente y una taza de café. Saldré a caminar con el perro y pensaré en mi escultura de la madonna, aquella que me pidió la iglesia de Santa María. Hay muchos detalles que debo pulir. De vuelta arreglaré mi boceto y las manos que juntaba en devoción, las cambiaré por unos brazos abiertos y compondré todos esos rasgos que difieren del sacro rostro de mi joven Sophia. Elaboraré un molde a su imagen y semejanza, para mirarla siempre donde debería estar: en un pedestal cubierto de ofrendas y flores. Me tomará un buen rato, agotaré las horas de la noche pues no quiero volver a dormir en mucho, mucho tiempo... Hay tanto por hacer, que quisiera levantarme ahora mismo y ponerme en marcha.


Toca nuevamente el interior de la caja.

- ¡Ja! Sigo aquí, compreso en este pequeño espacio. Como decía León Felipe: “La tumba es una cama y la cama es una tumba”. Me ahogo en incertidumbre y me llagan las ansias de vivir. Es hora de romper el letargo y hacer algo por mi subsistencia, algo más que evadirme esperando la muerte.



Intenta gritar, pero no sale sonido alguno de su garganta. Se esfuerza, pero la voz no le responde. Se le llenan los ojos de lágrimas.



- Si alguien supiera que estoy aquí, vivo; si tuviera algún modo de comunicarme... Mi madre vendría en un segundo, escarbaría la tierra con sus propias manos si fuera preciso. Mi hermanita movería el mundo en pos de mí. Cualquiera de mis amigos, de los pocos que tengo, haría lo que fuera por socorrerme. Hasta Sophia vendría a sacarme de aquí. Me cuidaría, me abrazaría por horas como lo hiciera en otros tiempos. Si pudiera ahorrarles el llanto... Si pudiera ahorrarme la muerte... No debo darme por vencido.


Cierra los ojos. Golpea la caja con fuerza usando rodillas y manos.

- Quizás alguien pueda escucharme. Aquí abajo está oscuro, pero allá arriba puede estar el sol en su cenit, y quizás haya alguien cerca de mi tumba.


Repite mentalmente:


- ¡Vamos, quien sea!, ¡escúchenme! Por favor... ¡Ayúdenme, estoy vivo! Les suplico ¡sálvenme!


Se agota después de unos minutos y para. Abre los ojos de nuevo.


- ¿Será que estoy en una caja de muerto, o será simple sugestión? Sé que puedo llevarme a hasta el pavor más absoluto basado en un sonido insignificante... pero esto es distinto.


Se lleva las manos al pecho y nota con extrañeza que no siente el latido de su corazón, pese a que su respiración continúa exaltada; lo pasa por alto y vuelve a su furor.


- ¡Qué error han cometido con migo!, ¡que terrible error! ¿Por qué pasan estas cosas?, o peor aún, ¿por qué me pasan estas cosas a mí? ¿Vendrán a buscarme?, ¿me habrá escuchado alguien y estará cavando a toda prisa para sacarme? ¡Apacigua tu respiración!, ¡escucha atento!... No se oye nada nuevo, sólo yo y las hormigas. ¡Bah! Sé que es vano albergar esperanzas. Si me han dado por muerto, nadie estará pendiente de mí. Es probable que me reste poco tiempo y quizás debiera aprovecharlo en algo mejor que esperar... ¡Qué ironía!: la esperanza es lo único que queda en la caja de Pandora, y yo quedo atrapado en esta caja, dejando escapar a la esperanza.


Seca el sudor de su frente.


- Quizás sea momento de enfrentar a la muerte, de iniciarme en sus misterios y darle la bienvenida.


Cierra los ojos y suspira.

- Nunca he sido religioso, pero en este instante quisiera imaginar que existe un cielo esperando por mí... un lugar mágico en que conviven los espíritus de antaño con ángeles y serafines que cantan sin cesar acompañados por arpas de dulzor infinito. ¡Vaya!, ¡quiero pensar que tengo un espíritu! Dios debe recibirme en su gloria porque, pese a no haber sido heroico u osado contra las injusticias del mundo, he vivido según mis leyes, en constante creación de cosas bellas que quedarán en la Tierra para inspirar a algunos otros, o al menos, como decoración en la sala de algún conocido. ¡Ah!, ascender a los cielos, que idea tan romántica, tan perfecta, tan deseable... un lugar en que no pierda la conciencia o la memoria y, sin embargo, deje atrás las necesidades y caprichos que atan al cuerpo. Lo único que me causa pesar de conocer a esta muerte acechante, es que no podré terminar mis proyectos inconclusos: no habrá más arte de estas manos mías. Lamento haber postergado por tanto tiempo mi viaje a Ámsterdam. Siento pena al advertir que no conoceré la paternidad... y ¡Oh, qué estupidez!, no me atreví a enviarle esa carta a Sophia. Eso verdaderamente me atormentará hasta en “El Reino de Los Cielos”, no haberle dado ese escrito en que por fin, de todo corazón me despedía. De cualquier modo, nunca más se sentirá acosada por mí.


Respira profundamente

- ¡Bah!, extrañaré tantas cosas de la tierra. Nunca fui un hombre pleno, mi vida estuvo siempre plagada de insatisfacción, de caprichos, de torpeza. Dejé escapar mis horas de inspiración refugiado en fobias y temores, y aunque logré hacer grandes cosas, nunca exploté mi potencial. Sé que experimenté cosas maravillosas y creo que antes del fin me corresponde agradecer... Agradezco a la vida por la oportunidad de haber conocido lo que conocí y lo que nunca conocí, de sentir lo que pude sentir y lo que quedó traspapelado en el archivero de porvenires sin venir, de crear todo aquello que amé crear y aún lo que me faltó por hacer; agradezco esta impresionante capacidad de moverme, respirar, pensar y sentir (lo que aún hago), de recordar y de olvidar. Me agradezco haberme permitido gozar las delicias que disfruté y me arrepiento de aquello que pude haber gozado y no me permití. Pero así es esto, aún ahora, literalmente ‘en mi lecho de muerte’, siento el placer de pensar, de sentir; pues como ella me dijo alguna vez: “Aunque tu cuerpo esté en una mazmorra, si tu mente puede llevarte a otros parajes, nunca estarás cautivo”. Y hoy, en los últimos instantes de mi vida quiero estar a la orilla de un río, oliendo la fragancia de verdores, al aire libre, degustando una cena de pescado fresco y vino blanco, mirando el crepúsculo, escuchando... mhh, escuchando el Réquiem de Fauré. Cuando me vaya, quiero arroparme en un timbre de soprano: “Pie Jesu Domine, dona eis requiem”.



Mueve su dedo índice, dirigiendo la música de su mente. De pronto hace un gesto de repugnancia y se tapa la nariz por un instante.


- Pero... ¿qué perturba mi imagen paradisíaca? ¡Qué olor más nefasto! Aún no me falta el aire y mi sentido del olfato permanece despierto.



Se destapa la nariz para checar si el aroma se ha ido, pero enseguida se la vuelve a tapar y comienza a respirar por la boca.


- ¡Uff!, ¡verdaderamente apesta! Huele... ¡cielos!, ¡huele a muerto!



Completamente asustado y tembloroso toca su pecho, para notar que su corazón no late. Abre los ojos y de un modo extraño, desprende su esencia (en forma de una luz verdosa) del cuerpo inerte, hasta verlo de frente. Su vista se aclara y ve todo tenuemente iluminado. Se acomoda nuevamente en el cuerpo.


- ¡Dios!, ¿es una ilusión?


Repite el procedimiento.


- ¡Es increíble!, ¿cómo...?, ¡¿cómo demonios vine a parar aquí?! Aunque... parece que ya no debo preocuparme por la muerte. Bueno, entonces tengo un alma, es decir, soy un alma y no estoy en el cielo, ¿estaré en el infierno? ¡¡Pero esto es un maldito ataúd!! ¿Estaré, acaso, condenado a vivir bajo tierra y ver a mi cuerpo disolverse? ¡Qué idea más funesta! Pero, ¿por qué estoy aquí? ¿Será éste el cielo que mi mente había preparado?, de ser así, me retracto. No quiero pasar la eternidad en una prisión de carne y huesos... Pero, ¿qué puedo hacer para salir de aquí?, ¿cómo se despierta de una horrenda pesadilla?; mejor aún, ¿qué haces en un sueño cuando sabes que estás soñando? Jugar con el sueño, cambiar las condiciones, ‘volar’... ¡Vamos!, ¡prueba a hacerlo!


Se va desprendiendo lentamente del cuerpo


- ¡Elévate!, deja atrás este cuerpo, esta tumba y vuela por los cielos. Déjate ir...



Sale de la tierra una imagen luminosa semejante a una luciérnaga y se eleva hasta perderse en un cielo estrellado.

lunes, 14 de abril de 2008

Lalal




Luego se siente desolada, ahogada en mareas de carne, a veces no quisiera ser repasada por tantos ojos y dedos que no sienten más que la ansiedad de un segundo, pese a que ella acostumbra tener el cuerpo dormido y esas yemas son sólo un hormigueo distante.

Al terminar esos momentos se escapa hacia el balcón y enciende un cigarrillo en lo que llega el otro. No le tiemblan las manos de esperar la rutina incesante, ya nada le tiembla y extraña de vez en vez el gemido que se extinguía entre labios. Han pasado temporadas atemporales desde que alguien buscó complacerla.

La primera vez salío a la calle de tacones altos por arrancarse la soledad de un instante... ahora le pesa sentirse descalza y sola casi todo el tiempo. Entonces se sentía seductora y medía en billetes los gramos de su belleza; ahora da lo mismo ser una madonna o la mantarraya, que igual vienen.

Amada por tantas hombrías y es mirada por la luna con desprecio. Fuma lento y ruega en silencio que llegue y que no llegue el quinto. Sola siempre, pero siempre acompañada de sudores especiados que flotan, hierven sobre las sábanas y no se quitan con perfume.

Se agota el tiempo y no llega, le llaga la soledad devastadora y se precipita al fondo del abismo con la mirada sedienta. Baja a la calle habitada sólo por unos pasos: tacones que dan vuelta a la cuadra.

Se dibuja entre sombras una mujer de cabellera roja, con el vestido ajustado y las medias de red, dispuestas a cachar uno o dos peces en la penumbra.

- Cariño, ¿me prendes el cigarro? Esta noche ha sido fatal. Ni un alma.

Le ofreció fuego y la breve luz del encendedor delineó sus facciones. Lalal miró de reojo el bulto en su vestido, vertiendo una mueca translúcida. Era una travestida y sin dudas buscaba lo mismo que ella: unas manos que la abarquen, las que sean.

Coincidieron sus miradas y en la amargura del encuentro no hubo brillo, pero a sus adentros se desató un deseo liviano.

- Ven conmigo, hace frío y yo tengo un cuarto arriba... La verdad es que no quiero pasarla sola. -Dijo Lalal.
- No soy barata, cariño, y por regla nunca hago descuentos, mucho menos favores.
- Ven pues, te pago completo.

Pisó la colilla con el tacón y subió tras ella.

La desvistió lento, la penetró, bordó labios y dedos sin alcanzar un clímax (a la vestida sólo le gustaban los hombres y ya ni tanto). Pero Lalal se sintió una reina besuqueando sus tetas falsas, tomando el placer a su gusto, temblando de a poco.

Al poco rato llegaría el cliente de las tres, así que se puso la ropa y dejó un poco de plata sobre el buró. Se fumó otro cigarrillo en el balcón y la espera se tornó interminable: cada hora ante la luna burlona, cada día una cajetilla y una piel tras otra acompasando su desvelo... Sola, solísima hasta encarar la cadencia de los tiempos.

miércoles, 9 de abril de 2008

Cigarro



De pronto me veo iluminada y luego me desvanezco en fumarolas.


Tantas veces me elevo hasta el cielo, transfigurada en misterios de humo, como las que me hundo –colilla- en la tierra.


Adoro el ritual del develo, adherirme al dejo del café y de la charla, ser inspirada, exhalada, elevarme y yacer al compás de ceniceros y succiones.


Me siento ligera entre dedos, me placen los baños de saliva cuando me atrapan unos labios ansiosos, cuando me toma quien anhela inhalarme entre respiro y respiro, guardarme un rato en sus entrañas y enfermarse de mí.


Al fin, soy yo quien se evapora en esos besos, expirada en una ráfaga, calcinada, dejando tras de mí una estela de cenizas.

miércoles, 2 de abril de 2008

El Sonido del Cascabel



Llevaba tiempo sonándole entre las vértebras, enterrándose como aguja en sus oídos, crispando su piel como si fuese un rechinido horroroso. No era un inocente cascabeleo, como no era un simple gato el que se paseaba por la terraza mofándose de su discapacidad; todo tenía un motivo misterioso, pero si algo era cierto, es que estaba ahí, desanudando los cordeles de su cordura.



No era un gato negro, ni tenía la mirada torva; era más bien atigrado con motas de varios tonos, de figura muy esbelta y los ojos verde-amarillos, redondos como un par de soles.



Jaime no sentía aversión hacia los gatos en general, pero estaba seguro de que éste, a pesar de su apariencia inofensiva, era un auténtico demonio: Aparecía de la nada, primero como un sonido distante y luego una silueta que avanzaba como sombra oscureciendo su mente. Se ponía muy cerca de los cristales del cancel y lo miraba sin parpadear por largo rato, como si escrutara sus pensamientos, como si los robara para llevárselos al infierno y se esfumaba en un santiamén, pero restaba por largo rato el cascabeleo irritante.



Cuando Milena entró a su casa sin invitación (o mejor dicho, invitada por el padre de Jaime, quien prefería pagarle una enfermera que convidar una sola miga de afecto paternal), Jaime sintió un hervor fastidioso, muy semejante al que le provocaba el cascabeleo sobre el espinazo.
Perder las piernas y las alas de un golpe ya era poco tormento comparado a la intrusión de un gato y una enfermera maliciosa que se burlaban –cómplices- de su dolencia, que lo volvían más inválido, más inútil, que probaban entre risas su patética incapacidad de echarlos a patadas.



De alguna manera todo parecía lo mismo: ella era una mujer hermosa, excelente enfermera, cocinaba bien, pero su fachada excepcional escondía algo perverso, algo que se volvía evidente en el modo como lo lamía con el rabillo de los ojos.



Milena llegaba muy temprano por las mañanas, le daba la medicina para el dolor y lo bañaba lento, como si le gustara frotar su cuerpo con la esponja, como si la esponja fuese una extensión de sus dedos, siempre ávidos por indagar los rincones; luego lo vestía como si fuera a salir a algún lado y lo dejaba un rato en el jardín para que tomara el fresco.



Para Jaime, la tortura oculta en estas acciones aparentemente dulzonas, demostraba la astucia de Satán: Lo llagaba todo contacto con esa mujer, era un suplicio que lo vistiera elegante y lo peinara bien para no salir a ningún lado, para no ir más a los bailes de blanco y negro, para nunca más bailar; pero dejarlo en el jardín a merced del maldito gato era una desvergüenza.



Indudablemente, apenas Milena desaparecía y las ruedas de su silla tocaban la humedad del pasto, acudía el cascabel al clamor de sus terrores. El felino de porte cínico se acercaba cada vez más a la silla, pero jamás lo suficiente para ser alcanzado por las manos que ansiaban asirlo del cuello.



En cuanto se evaporaba el gato, regresaba Milena para llevarlo dentro. Mientras hacía la comida lo dejaba en el salón con un libro, luego ponía la mesa con esmero y comía a su lado. Al caer la noche, lo acostaba temblorosa, con el cabello crespo hasta las puntas por el deseo de acostarse con él y lo dejaba a sus sueños, se iba a alaciar las ganas para atreverse a volver al día siguiente.



Un día tormentoso en que un ejército de gotas se extendía por el cancel formando una cortina, Jaime amaneció con lluvia de ardores sobre la espalda. Cada nervio de su cuerpo se estremecía como aguijoneado por millones de avispas. Ella le preparó un té de hierbas peculiares que suprimió el dolor, pero lo puso a dormir. Despertó varias horas más tarde en un alarido de espanto. Era de madrugada y el sonido que taladraba sus tímpanos tenía algo especialmente escabroso. Al principio no pudo distinguir cuán cerca se encontraba, pero pronto sintió las cobijas removerse y unas pisadas frías sobre su abdomen. Se arrancó la colcha de un jalón intentando atraparlo, pero el gato pegó un brinco y se esfumó en las tinieblas. De algo estaba seguro: ella lo había invitado a pasar, estaba jugando con su mente.



Al medio día, la enfermera guisó caldo de gallina con especias extravagantes y le quedaron algunas plumas untadas en el vestido. Jaime se sintió estúpido por no haberlo pensado antes: esta mujer lo estaba embrujando. La miró espeluznado, con pavor de probar la sopa y por primera vez notó esos ojos formidables, verde-amarillos, redondos como soles que lo miraban fijo, asaltando sus pensamientos, adivinando sus sospechas. Ella se disculpó por las plumas con una sonrisa y Jaime intercambió los platos sin mayor alegato, pero lo que comenzaba a cocinarse en su mente no encontraría sazón hasta más tarde.



De a poco fue hilando coincidencias, confirmando sus recelos: Milena apretaba los párpados cada vez que escuchaba un ladrido distante, tenía un pánico irracional hacia los perros; al igual que el gato, ella surgía de la nada (uno podía suponer que había estado en la cocina, pero de ningún modo la vería salir de ahí); sin embargo, la evidencia más clara era esa sensación anormal que ambos le provocaban. Se ha dicho por siglos que los gatos son brujas transfiguradas y ésta, nunca se aparecía al mismo tiempo que el cascabel.



Le tranquilizó saber que no eran dos, sino una y que eliminando una, desaparecerían los dos. Así fraguó todo tipo de trampas para el gato, desde leche envenenada hasta atún sobre una pierna con el afán de acercárselo a las manos; pero nada parecía funcionar, pues este gato pensaba como bruja y era sobradamente astuto.




Llegó una carta de su padre y Jaime a toda rueda tomó el abrecartas para leer, lo que esperaba fuese una disculpa, pero no era nada parecido. Su padre se encontraba en el hospital, había rodado por las escaleras al tropezarse con un gato husmeador. Necesitaba que Milena se tomara unos días para atenderlo y Jaime gruñó encolerizado.




- ¡Milena!




- ¿Sí?




- Acércate, que necesito decirte algo serio. – Dijo con la voz apretada entre los dientes, mientras Milena se le ponía bien cerca, acuclillada al nivel de sus ojos.




- ¿Qué necesitas?




Jaime suspiró y cambió el tono de su voz.




- ¡Qué ojos más grandes!, parecerían una pradera apacible si no fueran mi cementerio.



Milena se sintió conmovida y se arrojó a su boca, desnudando la pasión reprimida entre cabellos. Jaime la tomó de la nuca, como el amante que atrapa un beso para que no se le escurra entre los labios y le enterró el abrecartas a un costado del cuello.




Milena se levantó horrorizada. Se arrancó el acero y comenzó a temblar, bañada en cataratas carmesí. Lo miró con ojos de fuego y en un impulso se lanzó sobre la silla, estrellando su cabeza contra el piso con una fuerza sobre humana, hasta que toda llama se extinguió.




Jaime sonrió aliviado al mirar dentro de esos ojos vacíos. Su cabeza palpitaba como si fuera el pecho y se encontraba exhausto, pero todo padecimiento era recompensado.




Sin embargo, al poco tiempo burbujearon sus oídos y se fugó la calma cuando escuchó acercarse el tintilineo infernal que terminó posándose junto a su rostro. Su cabeza latía al ritmo de una marcha fúnebre y por más que intentó levantar el brazo para alcanzarlo, no logró respuesta de su cuerpo. Su mirada perdía el enfoque, pero podría jurar que vio al gato erguirse sobre dos patas y lo escuchó reír, con el tipo de mofa con que se carcajean los demonios. Luego el cascabel estridente penetró sus oídos hasta que no escucho nunca más.