jueves, 14 de agosto de 2008

El Niño



Mis lacrimales drenaron un río que pasó surcando mis mejillas con sus rápidos, se deslizó catarata por mi mentón hasta estrellarse finalmente sobre el reflejo de sí mismo. El agua clara se llenó de pequeñas ondas, que al distanciarse dejaron ver el delito.


El cuerpo del niño ya se notaba gris en el fondo de la alberca, pero nadie había preguntado por él todavía. Mi tranquilidad había pendido de ello, pero ahora, me comentaba el conserje que sus hermanos vendrían a pasar el fin de semana. Seguro vendrían a nadar y lo verían sumergido.


La desesperación arañaba mis sentidos, tenía que deshacerme del cuerpo pero no sabía como. Necesitaría ayuda para no dejar rastro.


En ningún momento me acosó el remordimiento, sólo taladraba mi pecho el terror a ser descubierta.


Me sequé las lágrimas, me puse en pié y fui a buscar a mi padre, le confesé lo que había hecho y le pedí apoyo. Él no me miró con aversión, pero tampoco aprobaba mis actos. Me miró a los ojos y dijo muy tranquilo:


- Hubieras pensado antes de actuar. Tú te metiste sola en este embrollo, te toca resolverlo sola.


Sentí al infierno abrirse y tragarme viva. Me sentí “sola” como nunca. Jamás pensé que la única persona que podía ayudarme, se rehusara de tal forma. Y me encontré consumida en mi impotencia.


Entré al cuarto envuelta en sollozos. Ahí me esperaba mi madre, quien se acercó afligida.


- ¿Qué pasa mi amor?


Y el instinto me arrebató, le conté todo aunque tenía por seguro que correría de mí, que sentiría repugnancia de su vientre y me retiraría el habla de por vida. Para mi sorpresa no fue así.


No creo que aprobara mis actos, pero al ver mi desconsuelo decidió ayudarme. Se le ocurrió que un crimen como ese sólo podría pasar inadvertido al borde de las antiguas vías del ferrocarril.


Yo había escuchado cantidad de mitos urbanos sobre las vías. Era de conocimiento popular que todo aquél que entra a esa zona en un despiste, nunca sale vivo de ahí. Entonces mi miedo pasó a ser otro.


Mi madre tejió un manto rojo para cubrir al niño, entre las dos lo sacamos empapado y lo metimos a mi camioneta.


Cuando ya estábamos cerca de las vías, mi madre me dijo que ella no bajaría a dejar el cuerpo, pues se le podría acusar de complicidad.


Yo temblé y medité un momento si prefería regresar al niño a la alberca y ser descubierta o enfrentarme con los asesinos de las vías.


Mi cuerpo estaba lleno de escalofríos, pero tomé el cuerpo del niño y lo cargué con dificultad hasta dejarlo en un lado de la vía. Ahí había mucha gente, algunos compraban algo, otros bebían sus caguamas, pero de algún modo pasé inadvertida y el bulto envuelto en la manta roja, les pareció cosa común.


Suspiré, me llenó un sentimiento de alivio que por un momento pude confundir con alegría. Me alejé quitándome un gran peso de encima.

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