viernes, 29 de febrero de 2008

El último vagón del metro, cajita feliz de homosexuales




El último vagón



Son las diez de la noche y ya corro a descifrarme en la penumbra. Apenas las diez y los segundos se escapan bajo mi mano, deslizados sobre barandales y cascadas de escalones.


Me hundo en la tierra sin prisa, bajo al subterráneo como quien desciende a un templo en total reverencia, pero a cada paso me remuerde la culpa y me tienta a decirme:


- ¡Pobre Mateo! Lo amo tanto de mañana cuando trepa con dedos de hiedra mi cuerpo adormecido. –Pero en cuanto mi mano cae de la baranda, se vuelve humo la conciencia y me lanzo predadora al encuentro de unas puertas corredizas, justo en la cola del gusano de hierro.


Amo el misterio que se clava entre los poros. Allá afuera, uno se disfraza de persona común para deambular por las calles sin ser visto, pero debajo de la tierra brillan más los antifaces y es posible volverse superhéroe tras el parpadeo de las sombras. Aquí nadie viene a confesarse, a buscar amor o consuelo, ningún nombre se escapa entre las lenguas, y en la marejada de cuerpos sólo se viene a reemplazar el “yo soy” por el “yo siento”.


Lo he hecho un par de veces antes, en otras estaciones, y uno sale del vagón como quien saliera del universo para meterse en una cripta. Desde la última vez he estado esperando, como el lobo preso en pieles humanas, por que salga la luna y desgarre entre aullidos mi prisión. Pero ha llegado la hora, y es el aroma quemado a sudor de tanta gente que incita mis instintos carnívoros.


A penas doy un paso dentro y mis ojos se comen los enjambres de ninfas, bacantes exquisitas de texturas camaleónicas. Algunas tienen la piel del color del mármol y otras de pantera, pero todas son reptiles hambrientos.


Me acerqué a una joven de mirada oscura, la arrebaté a una vieja con lengua de serpiente y bebí de todos sus pozos, le entregué mis pechos anhelantes convirtiéndola en mi espejo. Me tendí entre sus piernas, en el remanso de sus uñas e insaciable en la ebriedad caníbal, me derrotó la avidez de arrojarme a su boca, de apresarla entre los dientes. Pero en medio del gemido, volvió el rostro evadiendo mis ansias y susurró con la voz de una niña:


- ¡En los labios no! Vengo con mi novio. – ¡Qué idea más extraña, venir con su novio! Y señaló a
un tipo de buena figura que a su vez devoraba a otro hombre, quien por un momento me preció…



- ¡¿Mateo?!
- ¡Anya!



Y el corazón se me entumeció por un instante, pero el cuerpo no. Me abalancé sobre su boca con una excitación insólita, como si quisiera consumirlo, como queriendo asfixiarlo entre besos, matarlo. Yo: traidora-traicionada, lo aferré contra mi pecho y con los ojos cerrados lo dejé a sus juegos… me fui a los míos.



Llegadas las doce me tomó de la mano y nos marchamos juntos, pero esta noche al separarse las puertas en vez de revelarnos el umbral de la cripta, la complicidad de una sonrisa nos abrió el infinito.

EL BESO



“Y la muerte no tendrá dominio.
Aunque las gaviotas no griten más en su oído
Ni las olas estallen ruidosas en las costas;
Aunque no broten flores donde antes brotaron ni levanten
Ya más la cabeza al golpe de la lluvia;
Aunque estén locos y muertos como clavos,
Las cabezas de los cadáveres martillearan margaritas;
Se romperán al sol hasta que el sol se rompa,
Y la muerte no tendrá dominio.”
Dylan Thomas





Cuando el halo de fuego se ahogó entre las aguas dejando una estela de sangre en el horizonte, el pueblo de Tal salió de cacería. Cada hombre con su antorcha, machete, pala o tridente se amontonaba en la fila, dispuesto a vengar el ultraje que se tendió como niebla sobre las casas que duermen arrulladas por olas. El párroco iba al frente, marchando como a pulso de tambores sin más arma que una Biblia; murmuraba el pasaje sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra, mientras la plebe bufaba entre sudores fríos.

A penas la moneda plateada se abrió paso entre las nubes con su rostro de virgen y máscara de loca, los furores se acrecentaron al impacto de una puerta. La madera hecha astillas cedió paso al crucifijo y el machete que arrancaron de su lecho a un hombre desnudo.
¿Quién sería el incauto que intentara enseñar algo a la gente de Tal?, ¿Quién tan soberbio de evidenciar su ignorancia?, ¿Quién pudiera robar besos a la sombra y dormir con el espíritu en calma? Para la comunidad estaba claro: sólo el mismísimo demonio.

Los hombres lo tocaron (pero no del modo en que lo haría su amante), todos lo tocaron sin los dedos sensibles. Lo tocaron con los puños, con la uñas y los hierros. Le extirparon los miembros y las entrañas; le desgarraron el corazón, pero no pudieron desgarrar sus devociones; le arrancaron la cabeza, pero no pudieron arrancar sus pensamientos. Alguno se ocupó de poner los restos en un cesto y la tierra se bebió la sangre por cubrir el rastro.

Reanudaron la marcha con los zapatos lodosos y las manos mojadas. Reconocieron su destino cuando el gusto se les llenó de azúcar y envolvió su olfato el aroma de pan recién horneado.
Él estaba de espaldas al mostrador cuando la turba se abalanzó dentro de la tienda, como lo hiciera cada domingo por la noche con el fin de alcanzar los últimos panquecillos para la merienda.
- Ya estoy cerrando – Dijo mientras apagaba el fogón, y le tomó unos segundos notar que no era miel, sino un dejo amargo lo que buscaban esa noche.
Todo hombre lo penetró sin hombría, lo tomaron con espátulas y cuchillos hasta saciar sus ansias, le cortaron la cabeza y la pusieron con la de su amante para izarlas sobre una pica al centro de la plaza.

Cuando el primer gallo entonó su Réquiem, aún brillaban las estrellas lacrimosas, sin embargo, todo el pueblo se reunió en la plaza para atestiguar el final de los depravados.
Un joven se dispuso a clavar la primera cabeza, pero cuando la sacó del cesto sintió asco: estaba asida a la otra por los labios. La gente miró desconcertada. Otro hombre se ofreció a separarlas, pero por más que jalaba no lograba desunirlas… Eran Salomé y Jokanaan uno y otro, presos del beso necrófilo, exquisito.

Varios intentos fracasaron y al Dies irae del segundo gallo, un aura cálida invadió el ambiente oprimiendo los pechos, evidenciando el crimen. De entre la multitud surgió una voz quebradiza:
- Paren el forcejeo, por piedad, ¡deténganse! – Y la muchedumbre confundida pareció estar de acuerdo.

El pueblo de Tal concedió esta última complicidad a dos cabezas, este breve deleite póstumo, y las arrojaron a la primera luz donde la marea es alta, para que la sal limpiara su conciencia.