martes, 4 de junio de 2013

No sé quién es ella


No sé quién es ella, la niña que se mece bajo el árbol jugando a descubrir la vida.
A veces mira con asombro lo más humano, a veces puede sorprenderse de sí misma, otras se revuelca en el pasto sombreado y escucha en el fondo el oleaje de hormigas y gusanos.
No sé quién es ella, pero juega, se mece, se revuelca y no descubre la malicia, no la habita.
Es blanca y libre de conciencia.

A quien no supo ser mi padre


«Detrás de la alegría y la risa, puede haber una naturaleza vulgar, dura e insensible. Pero detrás del sufrimiento, hay siempre sufrimiento. Al contrario que el placer, el dolor no lleva máscara.»
De Profundis

A partir de las grandes crisis es que uno descubre quién es realmente, qué tan solvente o tan frágil era la fe que en los tiempos de bonanza movía montañas y nos dotaba de un poder magnífico desde donde nos atrevíamos a juzgar a los demás en sus incertidumbres.
     Mi fe se ha derrumbado, era fe ciega y tropezó cayendo en un abismo. Estoy perdida sin brújula; mi concepción de mí misma, mi soberbia, el peso de mis culpas, han caído sobre mí, destruyendo cualquier construcción que creía firmemente asentada sobre roca y me ha costado tiempo decidirme, pero es momento de reconstruir.
    Hoy, en el umbral de mis 30 años comienzo a descubrir mi libertad y busco quién quiero ser sin lo impuesto. Emprendo el despertar de un sueño que nubló mis ojos.
    Aquí empieza mi “De Profundis”, desde el abismo frío que habita mi alma, la carta más triste y más difícil que haya escrito jamás. A ti, mi padre, dedico sus líneas, pero no sólo te corresponde a ti su contenido. He decidido compartirlo con aquellas personas que se han visto implicadas en nuestra situación y no lo hago con la intención de destruirte, dañarte, vengarme o demás fin maquiavélico; lo hago como quien remoja un corazón negro y agobiado en el agua clara del río sagrado, para rebautizarse, purificarse y ganar la fe en la posibilidad de un futuro, un futuro sin cadenas, sin temores, sin culpas; un futuro donde la muerte marque el final de una vida y no su finalidad.
    Quienes reciben este texto pueden leer y comprender, si así lo desean, las razones que me impulsan al acto despiadado de abandonar a mi “padre” en estado de fragilidad. Asumo que pueden no creerme, juzgarme, vituperarme o borrarme de su vida y a ti, Eduardo, te ofrezco la posibilidad de justificarte, odiarme, maldecirme, darme por loca, ingrata, traidora, compararme con mi hermana o cualquiera de las mujeres de tu vida y arrojarme al olvido. No es para menos, esta carta y su contenido no es fácil para nadie.
    Yo ya no puedo cargar mi máscara, la máscara que diseñé para encubrir otras cien máscaras incluyendo la tuya. No te miento, siento un terrible temor de encontrarme sin rostro debajo de tantas capas de ficción, pero el peso es más de lo que puedo manejar en este momento. Es una pena que me toque hacer esto a mí y tú no hayas encontrado manera de enfrentar tu humanidad, de tener un poco de humildad y liberarme. Esta debió ser tu confesión y no la mía.
    Estoy consciente de que esta carta será el beso de Judas para tí, porque “lealtad y traición” son dos de tus palabras favoritas, con las que enredas y desenredas el mundo; pero incluso antes de que mencionaras la primera palabra, dinamita de mi inocencia, debiste calcular el daño (de menos el tuyo), hacer las matemáticas, saber que este momento sería una de tantas posibilidades (que pudieron incluir peores fines) y aún así lo hiciste, por lo que dejamos en claro que la ley de Murphy es aplicable también en este caso. Además de todo, te recuerdo que, cuando tocamos el tema, me dijiste que podía exhibirte si así lo deseaba y aunque no escribo expresamente con ese motivo, asumo tu bendición y te invito a tomar tus precauciones, pues desde hoy, no tengo más miedo de hablar de esto.
    Hace unos meses me pediste disculpas de una forma extraña. “Perdóname, pero no me perdones” dijiste, “porque si me perdonas significaría que no tuve derecho a hacer lo que hice, a vivir lo que viví y nunca fui más feliz en mi vida.” El día que tuvimos esa plática y ambos lloramos, te dije que lo que más lamentaba era que me quitaste la posibilidad de ser, por una vez en mi vida, amada por lo que soy y no por la firmeza de mi carne. “No es demasiado tarde” me dijiste y yo reí, “quizás cuando sea vieja y fea, cuando mi cuerpo sea indeseable, alguien me quiera.” Lo que realmente quise decir sin encontrar las palabras precisas y tú no quisiste entender fue: que me negaste la única posibilidad que tuve y que tendré por siempre de saber lo que es el amor de un verdadero padre.
    Repetías con tu poco aliento “dime cómo te lo puedo pagar” y no podía creer que fueras tan iluso de imaginar que existe una forma, que hay un pago con el que todo quedaría saldado. Eso que me quitaste, nunca, nadie más que tú me lo podía dar y no hay, ni habrá forma en varias vidas de que me lo pagues. Te dije que no te odiaba, que no deseaba tu muerte, que no te iba a abandonar, que te vería los sábados, pero necesitaba que agradecieras lo que hacía por ti, que del mismo modo que yo nunca te pedí nada, nunca me pidieras nada y que me dejaras libre, porque cerca de ti siempre me he sentido manipulada y aún ahí, ese día tenías algún poder sobre mí.
    No sentí enojo, sentí conmiseración por ti, te vi tan frágil como nunca y me conmovieron tus lágrimas, pero me quedó claro que no estabas arrepentido y que no has atestiguado la profundidad de los charcos que han dejado mis ojos por esta causa.
    Después de esa disculpa empecé muy lentamente a entender que no eras tan inocente como yo, que entre las grandes cargas de mi vida estuvo protegerte y serte leal, cuando tú no fuiste capaz de protegerme y me traicionaste de forma premeditada.
    Sé que creíste darme mucho, pero en realidad, me quitaste todo cuando te atreviste a poner una mano sobre mí, pues manipulaste tu enseñanza sembrando duda, y cuando estaba más sola e indefensa, me obligaste a escoger entre dos tristezas: una de la que me sentía víctima (la vida en casa de mi madre) y otra de la que me sentí culpable (la vida contigo).
    Me educaste para seguirte, usaste a tu favor la metafísica y el hecho de que te idealicé desde la infancia, como quien compara al padre ausente con superman, el único ser capaz de salvarte de una vida miserable.
    Yo, habiendo sido una niña abandonada, quien desde edades temprana pensaba en quitarse la vida, abrazaba el único retrato de mi padre para dormir en paz, con la fantasía de que su presencia lejana velaría por mí, me cubriría con su manto y me protegería de todo mal.
     Aquél día que hablamos me arrullaba todavía a mí misma en esas ilusiones, pero hoy por primera vez, me doy cuenta de que tú no fuiste ese padre y que lamentablemente me destinaste a ser huérfana.  
     ¿Qué tuvo que pasar? ¿Cómo pasaste de pláticas comparativas entre las fascinantes Hetairas y aburridas Esposas a mis escasos 12 años de edad, a películas pornográficas y masajes relajantes donde mostrar la desnudez entre parientes era de lo más normal y poco a poco se fueron transgrediendo límites a los 13? ¿Cómo supiste que tu semilla había arraigado en mi mente y que no te denunciaría? ¿Cómo decidiste que era tiempo de pasar a algo más a mis 14 años? Estaba ahora viviendo contigo, yo no tomé la decisión; la tomó mi madre influenciada por tu llamado de alerta “creo que Jaime (el padrastro)intenta seducir a Lorena” tapando en la culpa de otro tus intenciones. Era verdad que buscaba una salida, pero no quería tomar la que me ofrecías pues cambiar de un infierno a otro tenía gusto de amargura.
     Jaime nunca me tocó, me abusó en cientos de formas en mente y espíritu, pero no me tocó un pelo… si él lo hubiera hecho, no podía ya esperar nada peor de él, pero el hecho de que tú, con tu máscara de santo hayas sido el más voraz y rabioso de los lobos, no te lo perdono.
    Sabías que estaba sola, que no había nadie en quien pudiera confiar y se te hizo fácil venderme una serie de ideas, abusar de la confianza que te tenía, del amor que necesitaba. Yo no pude decir NO. No sabía cómo hacerlo sin que pudieras rebatirme, decir que era una mentirosa o haciéndome creer que me estaba imaginando cosas, que realmente no me habías tocado de ese modo y perder para siempre lo que sí podía asegurar, la posibilidad de tener un padre.
    Yo te pensaba tan noble, tan digno, tan magnífico y sobrehumano; como un santo, como Jean Valjean salvando a Cossette en Los Miserables, creí todo lo que me dijiste, que eras un ser sobrehumano y tus pensamientos eran leyes por encima de cualquier ley de los hombres.
    Pero eras sólo un hombre, tan humano como todos y como un vulgar coleccionista preferiste pinchar a la mariposa de excepcionales colores por poseerla, que disfrutar del segundo evanescente en que se paseó volando por tu jardín. En vez de darle el polen de tus rosas, le diste un lugar frio y lúgubre atrapada en un corcho junto a muchas otras.
    Coleccionista de mariposas. Yo no fui ni la primera ni la última. Mis ALAS coloridas yacen en esa tumba multicolor junto a tantas otras, ahí en algún lugar también quedaron los restos de mi madre...
    No tenías derecho, es verdad y me deshace recordar que cuando creíste que fui abusada en mi infancia por alguien más, te hizo más fácil hacer lo que hiciste. Eso lo hace mucho peor, pues en vez de salvarme y protegerme, de tener el ansia de matar a quien pudiera mancillar esa belleza tan especial que dices que tengo, sólo te lavó la culpa de no ser el primero.
    Me hiciste creer que yo era Lolita y que te provoqué, que te seduje y todo lo que pasó fue, no digamos “mi culpa”, pero sí “mi responsabilidad”. Para tu información, Lolita no era verdaderamente hija del tipo del libro y fuiste capaz de leer el final de la pobre niña desafortunada, la obsesión del tipo que claramente estaba enfermo y aún así te gustó el guión para hacerlo película. No lo comprendo.
    Que te quede bien claro que sí fuiste el primero y que después de esa arrebatada primera vez, menosprecié el acto del amor, pues nunca fue bello, nunca fue la fusión de almas que había soñado y mi verdadera primera vez fue con mi esposo, con quien descubrí la felicidad auténtica.
    Me sorprende que conociendo víctimas de abuso y sabiendo el tormento de sus destinos, que sabiendo lo que había pasado con mi hermana mayor(a quien considerabas perdida y jamás hubieses deseado que siguiera sus pasos), con tu primera esposa (a quien considerabas un poco loca, con un camino igual de perdido que el de mi hermana), me hayas hecho pasar por eso sin sentir culpa alguna, sin preguntarte cuál sería mi destino.

    Te fue fácil sacrificar mi vida por la tuya, usarme y ser “feliz” a costa de mi infelicidad.

   Condicionaste tu amor y protección al servicio de tus fines. Cada vez que reclamé mi libertad, me reprimiste, me retiraste el habla, me atemorizaste con falta de afecto, con echarme de la casa al menor pretexto, con hacerme barrer y trapear (obligaciones de hija que no tenía una “amante”). Usaste tu poder sobre mí, tu poder de padre, de Dios, de Maestro.
    Hoy ya no creo en ti, ya no te tengo respeto o admiración. Ya no soy capaz de cualquier cosa por tu amor. Ódiame si te da la gana. No me siento desilusionada, me siento decepcionada de ti, de mí por creerte y protegerte, por guardarte el secreto por tanto tiempo y atraparme en él.
    Cuando descubriste que estaba enamorada de un joven que considerabas feo (como cualquier joven que despertara mi interés) escribiste un terrible poema que resume:
“Besaba sapos la primavera… parió dos sapos en una estera” 
    Tú fuiste el sapo que besó la primavera, no él, tú. Esta carta pretende ser también una forma de aborto.
    No deseo tu muerte, sin embargo algún día morirás. No deseo tu dolor, sin embargo, hoy todo te duele. No pienso ser responsable de tu dolor o tu muerte, pero tampoco tengo que hacerme responsable de que vivas y estés bien. Ya no me toca. Me toca a mí ver por mí, salir adelante, enfrentarme a lo que he sido y a lo que quiero ser.
    Este es un adiós, a ti, a mí, pero no es una carta suicida. Voy a vivir por la mera curiosidad de saber qué pasa después del fin del mundo. Las profecías hablaban de mí. Mi mundo se terminó en 2012, el mundo de quimeras donde tú eras perfecto, yo indigna y te debía tantas cosas.
    No te debo nada.
    Agradezco lo bueno, porque debe haber algo. Del mundo roto me falta recoger pedazos, ensamblarlos y ver si hay algo que me sirva todavía.
    No creía que existieran malas personas o malas intenciones, sólo accidentes. He cambiado de parecer.
    Hoy te escribo con fuego en los dedos, en el alma, con enojo y reproche aunque no te maldigo. No me voy a cambiar el nombre porque no es tuyo ni significa lo que crees.
    Puedes responder a esta carta, justificarte aún más o disculparte de maneras más extrañas, pero no esperes que te conteste o que te entienda.
    Quizás algún día se apague el fuego y te perdone, pero eso no implica que quiera volver a verte. No voy a verte nunca más, no estaré ahí el día de tu muerte. Yo ya viví mi luto, mi padre está muerto.
    Se libre de morir sin mi absolución, si te perdono no pienso comunicártelo. Me desligo, me despido y como siempre, te deseo lo mejor.
    Adiós para siempre

ALAS