lunes, 1 de diciembre de 2008

La Espera


Estela miraba el reloj una o dos veces cada tres minutos, mientras se fundían en el brillo de sus ojos la esperanza y la desesperación.

Tanto había esperado, que ya no sabía como actuar en esos momentos, justo antes de apagar su sed y sentir la dicha de beber esos labios. Estaba sentada en la cafetería mirando un mundo ajeno pasar en cámara rápida tras la vidriera, mientras la taza de expreso se vaciaba y rellenaba de manera cadenciosa.

La espera parecía el más infértil de los actos, pero el más necesario. Sólo un poco más y descubriría el interior de ese hombre oscuro que la sedujo con poemas de luciérnagas y pájaros en el pecho, se escurriría sobre sus cabellos y develaría el misterio de sus manos, llevaría a cabo uno a uno, los actos de magia que había moldeado su fantasía y aún ahora degustaba en la mente para pasar el rato: Se colaría bajo su ropa y lo devoraría como la planta carnívora devora a una mosca, lo haría suyo en el furor de su entrepierna, lo sentiría sobre, debajo, detrás, delante de su sombra, se revolcaría inundada de sus olores por la cama, la tina, las paredes, las alfombras y cocinaría sus ganas a fuego lento, por no acabarse las brasas demasiado pronto. Sería suyo, suyo por fin, sólo un instante… pero acallaría para siempre su pesar, curaría el abismo que se abrió en su alma desde aquella noche, cuando miraba esos ojos de hiedra al hacerle el amor a su marido. Una vez y se forzaría a no mirar atrás.

Por otra parte, pudiera desencantarse definitivamente y sanar la tortuosa obsesión que pudo desatar un desvelo en internet. Se decía “Puedo encontrarlo vacío, uno más de esos perdedores que no buscan una auténtica conexión humana, sino la simpleza de carne tras carne en un mundo definido por lo imaginario, lo virtual. De ser así, descansaré”.

Le había tomado tiempo decidirse a romper sus preceptos, indagar lo prohibido y convencerse de que podría mirar a su esposo sin revelar el delito; y ahora estaba lista para pecar con toda el alma.

Veinte minutos y entre toda la gente que pasaba, que entraba, salía no distinguía su rostro. ¿Debería esperar más? Tenía el tiempo calculado para salir del hotel y llegar a hacer la cena, pero veinte minutos tarde robarían arte al acto de prestidigitación. ”¿Qué más dan unos minutos, si he podido arder durante semanas?”

Miró una vez más a su alrededor. Vio a los mismos meseros bromeando en el mostrador, el señor de camisa blanca que por fin parecía dispuesto a pagar la cuenta, una joven pareja que llegaba de la mano. ¡Ah! ¡Cuánta dulzura de la que el tiempo la privaba! Y nadie la miraba fijo, nadie la tocaba.

“¿Me habrá enviado una foto falsa?, ¿Habrá chocado?, ¿habrá muerto en un trágico accidente?, ¿se habrá encontrado a su esposa en el camino?, ¿Se arrepintió de verme?...” Las ideas flotaban por su cabeza mientras la esperanza dejaba el fulgor de sus ojos y se apoderaba de ellos un brillo cristalino muy similar al que dejan las lágrimas.

Alzó la mano y pidió la cuenta. Miró a su alrededor una vez más y descubrió a lo lejos al hombre de camisa blanca con una enorme sonrisa.

“¿Será él?, ¿ese viejo espantoso será él? No, imposible”. Dejó la propina y regresó a su agonía justo a tiempo para preparar la cena.