jueves, 28 de agosto de 2008

Ana y el Mar


Antes de verlo, Ana ya lo había escuchado dentro de los caracoles que su madre tenía adornando el lavamanos. Había visto fotos de las cosas raras y espectaculares que lo habitaban: corales, peces, pulpos, estrellas y caballitos de mar.
Su mamá había hecho hincapié en uno de los monstruos que provenía de esas aguas, el que le causaba pesadillas desde aquella horrorosa película de Spilberg y la pequeña compartió su miedo aunado a cierta fascinación, pues casi por morbo, abría el libro de la fauna marina siempre en la fotografía del “Gran Blanco”. Alguna vez, su abuelita la llevó a Reino Aventura, donde había un espectáculo de focas, delfines y hasta una orca… sabía que todo esos animales agraciados venían de ahí.

Cuando su mami le dijo que irían a la playa, su corazón se infló y comenzó a elevarse como un globo de helio. Empacaron el traje de baño, los flotadores, una cubeta, un rastrillo y una pala, cosas que no tenían relación aparente.

Se metió en el coche con su mami, su abuelita, la tía Maru y Jimena (su prima pequeña) que desde entonces sería su eterna secuaz en los juegos y las travesuras.

Antes de mirar la franja azulosa en el horizonte, pudo oler esa brisa pegajosa y salada que le obligó a frotarse el rostro adormecido.

- ¡Ya llegamos a Acapulco!,¡¡ese es el mar!! – Dijo su mamá emocionada.

Bastaron esas palabras para que las dos niñitas se lanzaran contra la ventanilla del auto, esperando verlo mejor. Luego se atravesó una montaña entre sus ojos y los del mar, así que se encogieron de nuevo en el asiento.

Llegaron al hotel de una tal tía Quintana, que nunca vieron mientras estaban ahí, pero estaba presente en el espectro de las palabras:

- No vayan a tirar nada, o su tía no nos va a volver a invitar.

Y en el enigma de la casa al lado del hotel, que la tía Maru había señalado como lugar prohibido (no fueran a molestar a la tía y no las volvieran a invitar). La casa tenía una escalinata larga y ventanas amplias, donde, por supuesto, las niñas desarrollaron gran parte de sus juegos, asomándose, intentando descubrir el misterio encubierto en la prohibición.

El hotel tenía una alberca bonita, un muelle y una pequeña playa. La mamá de Ana les puso los trajes de baño, tomó la cubeta, las herramientas y las llevó a conocerlo de cerquita.

Ana se carcajeó de sentir sus pies enterrándose en la arena, tenía un espíritu juguetón y lo descubrió también en el mar, quien intentaba alcanzarla y justo cuando la tocaba, corría de regreso. Además encontró una cantidad de regalos que le hacía el mar, innumerables conchitas y piedras de colores, que comenzó a recoger.

Su mami tomó las herramientas y les enseñó a hacer castillos de arena. A partir de ese momento no sólo hicieron castillos con fosos llenos de cocodrilos, sino pasteles y galletas… la playa era el mejor lugar para jugar a la comidita.

Unos días después, las llevaron a pasear en un barco y vieron las figuras que se formaban en la estela. Ana siempre tenía los ojos pendientes, por no perderse un salto de delfín o la aparición de una aleta.

Se metieron a nadar en una playita calmada y hasta su abuelita se metió a nadar, pero había una que otra ola crestuda, y alguna encontró hangar en la boca de Ana. La sal se asentó en su garganta, no sabía bien, pero tampoco mal. Al salir de ahí sintió una rara picazón en el cuerpo, una mezcla de sal con arena se había colado entre el traje de baño y su piel.

El último día lloraron desconsoladas, ni Ana ni Jimena se querían ir. La tía Maru les preparó una ensalada de jícama, zanahoria, limón y sal, y les dejó ir a comérsela sobre el muelle. Las pequeñas se despedían del mar con tristeza y de todos los regalos que les había hecho.
Justo Antes de irse, decidieron darle algo a cambio: el plato limpio y los tenedores de la ensalada. Los tiraron desde el muelle y el mar se vio agradecido, en un instante jaló esos obsequios hacia su corazón, esperanzado en la próxima visita.

jueves, 14 de agosto de 2008

El Niño



Mis lacrimales drenaron un río que pasó surcando mis mejillas con sus rápidos, se deslizó catarata por mi mentón hasta estrellarse finalmente sobre el reflejo de sí mismo. El agua clara se llenó de pequeñas ondas, que al distanciarse dejaron ver el delito.


El cuerpo del niño ya se notaba gris en el fondo de la alberca, pero nadie había preguntado por él todavía. Mi tranquilidad había pendido de ello, pero ahora, me comentaba el conserje que sus hermanos vendrían a pasar el fin de semana. Seguro vendrían a nadar y lo verían sumergido.


La desesperación arañaba mis sentidos, tenía que deshacerme del cuerpo pero no sabía como. Necesitaría ayuda para no dejar rastro.


En ningún momento me acosó el remordimiento, sólo taladraba mi pecho el terror a ser descubierta.


Me sequé las lágrimas, me puse en pié y fui a buscar a mi padre, le confesé lo que había hecho y le pedí apoyo. Él no me miró con aversión, pero tampoco aprobaba mis actos. Me miró a los ojos y dijo muy tranquilo:


- Hubieras pensado antes de actuar. Tú te metiste sola en este embrollo, te toca resolverlo sola.


Sentí al infierno abrirse y tragarme viva. Me sentí “sola” como nunca. Jamás pensé que la única persona que podía ayudarme, se rehusara de tal forma. Y me encontré consumida en mi impotencia.


Entré al cuarto envuelta en sollozos. Ahí me esperaba mi madre, quien se acercó afligida.


- ¿Qué pasa mi amor?


Y el instinto me arrebató, le conté todo aunque tenía por seguro que correría de mí, que sentiría repugnancia de su vientre y me retiraría el habla de por vida. Para mi sorpresa no fue así.


No creo que aprobara mis actos, pero al ver mi desconsuelo decidió ayudarme. Se le ocurrió que un crimen como ese sólo podría pasar inadvertido al borde de las antiguas vías del ferrocarril.


Yo había escuchado cantidad de mitos urbanos sobre las vías. Era de conocimiento popular que todo aquél que entra a esa zona en un despiste, nunca sale vivo de ahí. Entonces mi miedo pasó a ser otro.


Mi madre tejió un manto rojo para cubrir al niño, entre las dos lo sacamos empapado y lo metimos a mi camioneta.


Cuando ya estábamos cerca de las vías, mi madre me dijo que ella no bajaría a dejar el cuerpo, pues se le podría acusar de complicidad.


Yo temblé y medité un momento si prefería regresar al niño a la alberca y ser descubierta o enfrentarme con los asesinos de las vías.


Mi cuerpo estaba lleno de escalofríos, pero tomé el cuerpo del niño y lo cargué con dificultad hasta dejarlo en un lado de la vía. Ahí había mucha gente, algunos compraban algo, otros bebían sus caguamas, pero de algún modo pasé inadvertida y el bulto envuelto en la manta roja, les pareció cosa común.


Suspiré, me llenó un sentimiento de alivio que por un momento pude confundir con alegría. Me alejé quitándome un gran peso de encima.